domingo, 8 de mayo de 2016

Fanfic: Harry Potter y el niño maldito IV



Los comienzos nunca fueron fáciles. ¿Pensabas que Albus tendría unos primeros días tranquilos en Hogwarts? El apellido Potter le traerá más de un disgusto, descúbrelos en este capítulo entre pociones y retratos que van y vienen.


―¡BIEN! ¡BIEN! ―Los gritos de júbilo del profesor Slughorn eran lo único que se oía en el comedor. Todos se habían quedado como cuando el sombrero había mandado a Malfoy a la casa Gryffindor, pero, sin duda, Albus era quien peor lo estaba pasando. No asumía lo que acababa de oír.
«¿Slytherin?» ¡Si no le había dado tiempo a leerle la mente ni nada! ¡No valía!
―Potter, por favor ―lo apremió Flitwick.
Albus se levantó mareado, sin atreverse a mirar a sus compañeros o a su prima Rose. Todavía sin creérselo, fue hasta la mesa de Slytherin, donde sólo unos pocos le dieron la bienvenida.
―Bienvenido, soy Josh Gray ―lo saludó un chico que se había levantado a estrecharle la mano y hacerle un hueco a su lado. Albus forzó una sonrisa, aunque encontró el gesto sincero.
―Es un gran orgullo tenerte aquí ―vociferó el Barón Sanguinario volando sobre su cabeza―, un verdadero orgullo.
Ignoró al fantasma y, desde su asiento, buscó a su hermano en la mesa de Gryffindor. Lo vio contrariado, con una expresión entre ofendida y sorprendida. Estuvo un rato mirándole, pidiéndole ayuda en silencio, pero James no se dio cuenta y siguió pendiente de lo que decía el sombrero.
―¡GRYFFINDOR! ―rugió éste cuando Peter Plumpton, el niño que Albus había conocido en el compartimento de Slughorn, se lo puso. Ya no hubo nuevos miembros de Slytherin hasta que le tocó el turno a Wilkes, Bailee. Para entonces, su prima Rose ya había sido seleccionada para la casa del león.
«Esto es injusto. Muy injusto» pensaba casi con ganas de llorar.
―¡Wool, Roland! ―llamó Flitwick. Era el último alumno, y la última sorpresa.
Pasó un minuto.
Pasaron dos.
Y tres.
La gente empezó a impacientarse, tenían hambre y aquel niño estaba tardando demasiado.
Seis minutos, después siete.
―¡SLYTHERIN! ―decidió el sombrero al final. Roland, ruborizado, corrió a sentarse junto a Albus.
―¿Por qué ha tenido que tardar tanto? ―le dijo cuando llegó―. Casi me muerto de la vergüenza ahí arriba.
Albus no estaba de humor para hablar con nadie. Volvió a buscar la mirada de su hermano y, esta vez, sí que la encontró. En ella vio una profunda decepción.
Abatido, se enfocó en la mesa de los profesores. Hagrid y el profesor Longbottom también tenían cara de incredulidad, igual que Flitwick. Slughorn, en cambio, estaba de lo más contento y hablaba sin parar con una mujer de melena cobriza que estaba a su derecha, Albus no la conocía. En el centro de todos ellos estaba el director, otro extraño. Debía de tener unos pocos años más que su padre, pero se lo veía más fornido y corpulento, lo que le procuraba un halo de autoridad que hizo a Albus decidirse por no tener problemas con él. Llevaba una túnica plateada y el pelo, espeso y castaño, recogido en una coleta. Justo cuando iba a fijarse bien para saber cómo eran sus ojos, levantó la vista y cruzó una mirada eterna con Albus.
―¡Atención, por favor! ―Su voz, clara y potente, pareció salir de las mismas paredes del comedor. Se puso en pie y Albus agachó la cabeza avergonzado, parecía que sólo miraba a él―. Sé que os morís de hambre, yo también, así que permitidme que de la bienvenida a los novatos y les diga que han tenido la suerte de presenciar un hecho muy particular: Hatstall.
Los estudiantes empezaron a aplaudir, pero Albus, igual que otros tantos, se quedó desconcertado.
―¿Qué significa Hatstall? ―le preguntó Roland.
―Ni idea ―dijo Albus, mirando de nuevo hacia la mesa de Gryffindor. Rose se estaba riendo de algo que le decía Nick Casi Decapitado y, muy cerca suya, también vio a sus primas Victoire y Molly.
―Hatstall es cuando el Sombrero Seleccionador tarda más de cinco minutos en sortear a un alumno ―aclaró Josh Gray a Roland―. Tú has sido el Hatstall.
―¡Caray! ―exclamó McLaggen; que estaba sentado dos sitios más allá, junto a una chica con pinta de matona. Acababa de ver cómo la comida empezaba a aparecer en los platos.
―No sé si alguna vez me acostumbraré a esto ―dijo Roland comiéndose con los ojos la fuente de pavo relleno.
Albus sí que estaba acostumbrado a las mesas repletas de comida porque en casa de sus abuelos, los Weasley, solían reunirse a menudo durante el verano todos los primos. Teddy (que era como de la familia) y tío Bill se encargaban de montar una carpa en el jardín, porque dentro no cabían, y luego la abuela Molly llenaba cada espacio con sus platos más deliciosos. A Albus le molestaba un poco que hubiera siempre tanta comida porque su abuela lo obligaba a repetir (cuando él no era de gran apetito). Esa noche, en Hogwarts, tenía el estómago cerrado, así que casi no comió.
―Prueba las patatas asadas ―le dijo Josh―, están riquísimas.
Albus se dio cuenta de que era el único que no le rehuía la mirada y era amable con él.
―Tienes mala cara ―apuntó Roland―. ¿Estás bien?
―Se me pasará. ―Y volvió a echar una mirada suplicante a la mesa de Gryffindor.
―Cuando oí a Flitwick decir tu nombre ―comenzó a decirle Josh―, pensé en lo genial que sería tenerte aquí, y fíjate tú.
―Pues creo que eres el único que te alegras ―respondió Albus, con dureza.
―A los de esta casa tiene uno que ganárselos. Yo voy a entrar en tercero y mírame, sigo medio marginado.
―¿Y eso? ―Albus creía conocer la respuesta.
―Mis padres son muggles, y eso no está muy bien visto aquí, por lo visto. Aunque por lo que me han contado, hace años eran mucho más intolerantes. Eso sí, los amigos que he hecho te aseguro que son de los de verdad, de los que sé que nunca me traicionarán.
Albus empezó a acordarse de su madre leyendo las cartas de James; tal vez en alguna mencionase a Josh, pero no estaba seguro.
―Oye, los fantasmas no nos harán nada, ¿no? ―preguntó Roland mirando al Barón Sanguinario con preocupación.
―¡¿CÓMO QUE NADA?! ―gritó este, que lo había oído, desenvainando su espada―. ¡Nosotros poseemos a los alumnos por la noche, rapaz!
Roland casi se atraganta y Josh, entre risas, le aclaró que era una broma. Luego el Barón bajó hasta ponerse al otro lado de Albus (haciéndole sentir como si le tirasen agua helada al tocarlo) y se presentó. Roland pareció perderle algo de miedo.
Albus se puso a mirar a ambos extremos de la mesa de Slytherin. Sin contar a McLaggen, sólo reconocía al chico pelirrojo que había ido con él en la barca.
«No te preocupes, a Rose no le importará que estés en Slytherin, y Roland parece majo, no te preocupes, no te preocupes…».
Miró otra vez hacia la mesa de los profesores. Hagrid, con la cara colorada, bebía a morro de una botella de vino de elfo bajo la mirada desaprobatoria del profesor Flitwick. A su lado estaba el director que, si recordaba bien las historias de James, era el profesor Denbrough. Volvió a mirar a Albus, como si supiese que lo estaba observando y el chico pensó que prefería a la antigua profesora McGonagall antes que a él.
―¿Qué enseñaba antes el director? ―preguntó a Josh.
―¿Denbrough? Era el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras cuando yo estaba en primero. El año pasado, cuando se jubiló McGonagall, se convirtió en director porque Flitwick rechazó el puesto.
―¿Y qué tal es? ―Albus apostaba a que no muy bueno.
―Extraño. A veces es cercano, no es mala persona, pero sí un poco duro. Sus exámenes tuvieron fama de ser los más difíciles de la historia. La gente lo tiene en buena estima porque ha sido un profesor que ha enseñado de verdad, ¿entiendes?
―Creo que sí ―dijo Albus mirando de reojo al director, que ahora hablaba con la mujer pelirroja que tampoco conocía. Le preguntó a Josh quien era.
―Es la profesora Ridgebit, la sustituta de Denbrough. También es la jefa de la casa Hufflepuff. Sabe un montón sobre cómo combatir las Artes Oscuras, en serio, podría vencer a un dragón ella sola.
El resto de la velada, Albus se dedicó a mirar hacia la mesa de Gryffindor. Cuando desaparecieron los postres, el profesor Denbrough se levantó, haciendo así callar al comedor.
―Alumnos, antes de que nos retiremos a planchar la oreja ―dijo ocasionando algunas risas―, quiero hacer algunos recordatorios: el primero, sobre todo para los nuevos, es que el bosque de los terrenos está prohibido, y creo que algunos veteranos deberían de tenerlo presente. ―Albus estuvo seguro de que hablaba de James―. Otras normas a tener en cuenta, y que el señor Filch siempre tendrá gusto en aclararos, ―más risas― es que no debéis hacer magia en los pasillos o recreos ni tampoco salir de vuestros cuartos a deshora. Y, por último, anunciaros que las pruebas de quidditch serán la segunda semana del curso. Los interesados que deseen jugar en el equipo de su casa deben ponerse en contacto con Madame Hooch.
La gente empezó a aplaudir, pero Denbrough levantó ambas manos pidiendo silencio.
―Antes de que nos retiremos hasta mañana, deseo hacer un brindis por la música, esa magia superior.
Albus empezó a ver al director con otros ojos. Parecía severo, sí, pero el hecho de que le gustase la música, como a él, le causó simpatía. Los otros alumnos, por el contrario, perdieron la sonrisa en cuanto vieron aparecer unas tiras doradas que se tornaron letras. Empezaron entonces a gritar a coro:
Doble, doble trabajo y problemas,
el fuego quema y el caldero burbujea.
Doble, doble trabajo y problemas,
lo perverso viene de ahí.
Ojo de lagartija y dedo de rana,
pelo de murciélago y lengua de perro.
Horca de víbora y picadura de escreguto,
pierna de lagarto y sonido de alas.
En el caldero a cocer al horno,
prendedero de una pantanosa serpiente,
escama de dragón y diente de lobo,
boca de momia de Brujas.
Doble, doble trabajo y problemas,
el fuego quema y el caldero burbujea.
El fuego quema y el caldero burbujea.
Lo perverso viene de ahí.

Albus oyó a James y dos amigos suyos, que fueron los últimos en acabar, chillando y riéndose. Después, el director dio las buenas noches y los de primer año se pusieron en pie para seguir a los prefectos hasta la sala común. Albus vio como Rose se alejaba subiendo por la escalera de mármol mientras él, acompañado siempre de Roland, bajaba a las frías y húmedas mazmorras, lo más lejos posible de donde siempre creyó que estaría. El prefecto, un tipo con cara de rancio llamado Bletchley, los condujo por varios corredores en cuyas paredes colgaban cadenas.
―¿Crees que castigarán a la gente amarrándolos ahí? ―le preguntó Roland a Albus.
―James me dijo una vez que sí, pero mi padre me aseguró que era mentira.
Había también un retrato de una mujer con pinta de haber vivido varios siglos atrás. Cuando pasaron les dijo:
―Nuevos Slytherin, recordad, sed justos con los sangre sucia. ¿Me entendéis? ―Y se echó a reír. A Albus no le hizo ninguna gracia.
―Esa es Elizabeth Burke ―les contó el prefecto―. Su retrato guarda un pasadizo que os llevará a la clase de pociones en dos minutos. El santo y seña es: «gloriana».
Se detuvieron ante un trecho de muro descubierto y lleno de humedad.
«Serpens superius» ―dijo el prefecto, y se abrió una puerta que quedaba disimulada en la pared.
La sala común de Slytherin era semisubterránea, de aspecto lóbrego, con los muros y el techo de piedra basta. Varias lámparas de color verdoso colgaban del techo mediante cadenas. Albus, que admitió estar impresionado con el lugar, se dio cuenta de que se veía el fondo del lago a través de los rosetones. Entre ellos había una repisa y, bajo ésta, una chimenea donde crepitaba la hoguera.
―Las habitaciones de los chicos están bajando por esas escaleras, a la izquierda, y las de las chicas a la derecha ―informó el prefecto―. Antes de que os acostéis os tengo que decir que en Hogwarts hay un poltergeist, se llama Peeves y es bastante molesto, aunque no os lo encontraréis en las mazmorras porque tiene miedo del Barón Sanguinario, el único que puede controlarlo. La contraseña para entrar cambia cada dos semanas, revisad el tablón de anuncios para que no se os pase la fecha. Mañana, al levantaros, también tendréis que mirar el horario para ver qué clase tenéis. El jefe de la casa es el profesor Slughorn, que os dará Pociones. Si tenéis algún problema siempre podréis contárselo a él, no me molestéis con tonterías de críos, ¿estamos?
Casi todos se quedaron boquiabiertos con la chulería del tal Bletchley, sobre todo Albus que, de nuevo, volvió a sentir rabia de no estar en Gryffindor.
Bajaron al dormitorio de los chicos, una habitación redonda (como si estuvieran en una torre) cuyas paredes estaban todas cubiertas con tapices medievales. Había lámparas de plata colgando del techo, que era de cristal y dejaba ver las aguas del lago, que también se oían golpeando contra las ventanas. Los baúles y las mascotas también estaban allí, junto a las camas con dosel y cortinas de seda verde.
―Albus, ¿te puedo decir una cosa? ―dijo Roland, acercándose a él, cuando estaba a punto de meterse en la cama.
―¿El qué?
―Bueno, te va a sonar estúpido porque tú eres de familia de magos, pero creo que no he sido más feliz en toda mi vida ―le confesó sonrojado.
Albus sonrió y le deseó buenas noches.
Él no era nada feliz.
Se metió en la cama y empezó a pensar. Lo primero que haría por la mañana sería escribir a sus padres contándole lo grave de la situación y hablar con James y Rose, por supuesto, para ver si se podía hacer algo. Él no podía estar en la misma casa que esa bruja del retrato que pedía justicia (a saber lo que quería decir con eso) para los sangre sucia, no, no podía.
Y así, hilando pensamientos amargos y recuerdos tristes, Albus se quedó dormido y acabó siendo conducido a una pesadilla de lo más extraña: estaba de vuelta en Grimmauld Place, acostado en su dormitorio, cuando oía a su madre decirle a su padre que Kreacher era un ladrón y se había llevado el colgante de Albus. Entonces intentaba levantarse de la cama para ver si era cierto, para ir al escritorio y comprobar si seguía allí donde lo había dejado, pero no podía moverse, ni siquiera abrir los ojos mucho tiempo. Estaba atrapado, atrapado en su propio sueño y, además, alguien estaba entrando en el cuarto y no se podría defender…
Temblando y empapado en un sudor frío, Albus se despertó. Tardó horas en volverse a dormir, porque el recuerdo de aquel sueño le provocaba verdadero terror.
Varias horas después (que para él fueron segundos) se despertó de verdad. El techo alumbraba la habitación porque, como estaban a poca profundidad, la luz del sol llegaba a través del lago. Miró el reloj y se dio cuenta de que iba tan tarde que se había perdido el desayuno, y no sólo eso, también vio que Roland seguía durmiendo.
―La verdad, no sé si debo ir… ―dijo éste avergonzado―. Yo no sé hacer magia.
―¿No te acuerdas del maleficio que le lanzaste a ese imbécil en el tren? Claro que sabes.
Algo más animado, Roland se vistió y lo acompañó a la sala. En el tablón vieron que la primera clase del día era Pociones, y que la tenían con los de Gryffindor.
Cómo iban muy tarde, echaron a correr. Roland se detuvo ante el retrato de Elizabeth Burke, con intención de pasar.
―¿La contraseña? ―inquirió, molesta pero servicial.
―¿Roland, qué haces?
―El prefecto dijo que nos llevaría a la clase de Pociones, ¿no te acuerdas?
―Claro que me acuerdo, igual que recuerdo la justicia que pedía con los sangre sucia.
―¡Por el amor del calamar gigante! ―se indignó el retrato.
―No voy a usar ese pasadizo en la vida, Roland. Es por principios.
―Y yo no te daré oportunidad de hacerlo. Adiós. ―Y Elizabeth Burke desapareció, dejando atónito a Roland.
―¿Cómo ha hecho eso?
―Luego te lo explico, y también te diré lo que es un sangre sucia. Ahora vámonos o llegaremos tarde.
Albus se guio gracias a las historias que le había contado su padre sobre su primer año en Hogwarts: «las clases de Snape se daban en las mazmorras, bajando por unas escaleras hasta la parte más fría y oscura del castillo». Llevaban ya diez minutos deambulando entre rejas cuando apareció el Barón Sanguinario.
―¿Os hecho una mano?
―¡Buscamos el aula de Pociones! ―replicó Albus nervioso. No quería causar mala impresión, ni siquiera a Slughorn.
―Seguidme. ―Y empezó a flotar delante de ellos. Los dejó ante la puerta del calabozo donde se impartía la asignatura y desapareció.
―… La atención al detalle en la preparación es el requisito indispensable de cualquier poción… ―oyeron que decía Slughorn. La clase había empezado.
Albus llamó a la puerta y el profesor, cuyos bigotes parecían enormes de cerca, les abrió.
―Buenos días, profesor. Disculpe que nos hayamos… Perdido, sí, eso ―mintió Albus―. El Barón Sanguinario nos ha traído.
―¡Albus, amigo mío! ―lo recibió Slughorn echándole una mano sobre el hombro y metiéndolo en la clase―. Me estaba empezando a preocupar. Y por ti también, Wool, por supuesto ―añadió indicándole que pasara.
La mazmorra estaba llena de vapores y olores de todo tipo. Los otros compañeros parecían estar a punto de trabajar, así que Albus y Roland ocuparon la única mesa libre, junto a un gran caldero. Rose estaba en el otro extremo del aula, con Scorpius Malfoy como pareja, lo que dejó a su primo pasmado.
―Estaba a punto de pedirles a vuestros compañeros que preparasen una poción pimentónica, que sirve para curar algunos síntomas de resfriados y gripes. ¿Tenéis vuestros libros de Mil hierbas mágicas y hongos, no? ―Albus asintió, estupefacto ante el oscilante y colosal contorno de Slughorn―. Pues perfecto, en una hora comprobaré los resultados.
―¿Cómo quiere que hagamos una poción? ―preguntó Roland nervioso―. Yo no tengo ni idea.
―Supongo que habrá dado alguna explicación en la media hora que nos hemos perdido ―dijo Albus acercándose al gran caldero hirviendo que había junto a la mesa.
―Cuidado con eso ―lo previno el profesor―, es filtro de muertos en vida. Lo tengo preparado para los de sexto.
―Lo siento, señor ―se disculpó Albus.
―No te preocupes. Recuerdo que tu padre preparó ese mismo filtro, el mejor que he visto nunca. Tu abuela, Lily, también tenía muy buena mano para las pociones. Estoy ansioso por saber si tú has heredado el talento de ellos, aunque estoy seguro de que pasará como con los ojos y así será, ¿verdad?
Albus sonrió sin ganas. Slughorn estaba haciendo justo lo que más odiaba: que lo comparasen con otros miembros de su familia.
―Mira, en la página trece viene como se prepara la poción pimentónica ―dijo Roland―. Necesitamos pimienta, cuerno de bicornio, ramitas de menta, hidromiel, raíz de mandrágora cocida… ―miró a Albus angustiado―. Por favor, dime que sabes lo que son esas cosas.
―Sí. Vienen en el paquete de ingredientes que compramos en el callejón Diagon.
Slughorn empezó a pasearse por la clase, comentando de vez en cuando las pociones de los alumnos.
―El color no es el correcto, Fronsac, debes de haber añadido el moco de gusarajo antes de remover, ¿cierto?
Pronto, tanto Albus como Roland se olvidaron de Slughorn y el resto de compañeros. Al primero le estaba encantando la clase, cosa que no se esperaba, y las explicaciones que tenía que darle a su amigo cada dos por tres. Éste, más emocionado que Albus, también se había prendado de la preparación de pociones.
«Remover la sangre de salamandra y untarla en las ramitas de menta, luego echar cinco de ellas en el caldero»… ¿Lo tienes, Albus?
―¡Diez minutos! ―anunció Slughorn.
Poco antes de que el tiempo se acabase, Albus y Roland, los dos sudados y agotados, tenían el caldero a rebosar de una sustancia densa y anaranjada que olía bastante fuerte.
―Creo que no me lo he pasado mejor en la vida ―dijo Roland.
―Sí, la verdad es que creía que Pociones iba a ser algo más complicada, pero sólo leyendo las instrucciones te enteras de lo que tienes que hacer. Además…
―¿Además qué? ―se extrañó su compañero.
―Bueno, me he permitido cambiar algunas cosas.
―¡¿Qué?!
―Sí, verás, los doctores muggles siempre dicen que no hay que abusar de los medicamentos, así que he echado menos cantidad de ingredientes.
―¡Pero a lo mejor nos ha salido mal!
―¡TIEMPO! ¡Dejad de remover!
Mientras Slughorn se paseaba de nuevo por la clase, poniendo nota a todos, Roland lanzaba miradas acusadoras a Albus.
―No te preocupes ―le susurró―, confía en mí.
―Está bien. ―Ya parecía algo más calmado―. Hemos trabajado juntos, sí algo sale mal será culpa de los dos. Tuya por cambiar los ingredientes y mía por no vigilarte, cabeza membrillo.
―Dices eso porque sabes que es la mejor poción de la clase y quieres que el mérito sea de los dos, membrillo peludo.
Y los dos se empezaron a reír.
―¿Qué es tan divertido, chicos? ―quiso saber Slughorn al llegar.
―Nada, nada ―contestó Albus, aun riendo.
El profesor se inclinó sobre el caldero y olfateó un momento el vapor que ascendía de él.
―¿Naranja, Albus? ¿En serio? ―preguntó sorprendido.
―¿No está bien? ―No podía ser, tenía una corazonada de que ese era el modo correcto.
―Está perfecta, aunque la poción común es marrón. Pero, ¿naranja? No esperaba que un alumno en su primera clase llegase a tanto, claro que tú eres el hijo de Harry y el nieto de Lily ―le dijo dándole unas palmaditas en el hombro―. Enhorabuena, Madame Longbottom se va a poner muy contenta cuando le lleve tu poción a la enfermería, si no te importa, claro.
―Qué va, profesor.
―Estupendo, quince puntos para Slytherin. Y enhorabuena a ti también, Wool.
Sonó el timbre y la clase empezó a vaciarse. Albus se dispuso a salir para hablar con Rose pero, justo en la puerta, el profesor los llamó a él y a Roland.
―No querría entretenerte, Albus, pero el viernes daré una pequeña merienda con mis mejores alumnos y, bueno, he pensado que tanto a ti como al señor Wool os gustaría asistir. ¿Qué decís?
―Está bien, señor ―respondió, mirando nervioso hacia la salida―. Ahí estaremos.
―Excelente, excelente… Da recuerdos a tu padre si le escribes.
―Sí, señor, eso haré.
Salieron corriendo de la mazmorra, pero ya no quedaba nadie.
―Deben de haberse ido a clase ya ―se lamentó Albus.
―¿Tenemos con los de Gryffindor otra vez?
―No, ahora nos toca Encantamientos con los de Ravenclaw.

En su primer día en Hogwarts, Albus descubrió que aquello era mucho más que magia. Por ejemplo, la primera clase de Encantamientos consistió en una retahíla de explicaciones de Flitwick sobre cómo agarrar la varita y pronunciar los conjuros.
―No os olvidéis nunca del mago Baruffio, que dijo «ese» en lugar de «efe» y se encontró tirado en el suelo con un búfalo en el pecho.
A la hora del almuerzo, Albus se acercó a la mesa de Gryffindor para hablar con su prima y su hermano. Sólo encontró a esta.
―Tranquilo, Al, sé lo que me vas a decir ―dijo ella poniéndose en pie―. No te preocupes, no me importa que estés en Slytherin. A nadie le importa en realidad. Hace un rato me encontré con Molly de camino a los invernaderos…
―A James sí le importa, lo sé ―dijo Albus, cortándola.
―Bueno, sí, un poco, pero creo que se le pasará si hablas con él. Entiende que fue una sorpresa para todos, aunque parece que este año el sombrero ha estado con ganas de experimentar.
―¿Lo dices por Malfoy? He oído a algunos en mi mesa decir que él debería de ocupar mi lugar en Slytherin.
―Me da mucha pena. Nadie quiere acercársele y muchos se meten con él. Ayer por la noche tuve que amenazar a Hal Viridian, ese al que Roland embrujó en el tren, con otro maleficio tragababosas porque no lo dejaba en paz. Como su padre y sus abuelos fueron mortífagos la toman con él.
―Sí, recuerdo lo que me dijiste, tiene una fama inversa a la nuestra.
―Y en realidad no se parece en nada a lo que mi padre dice siempre que son los Malfoy, de hecho me ha dado las gracias demasiadas veces por no haberle dejado sólo en Pociones.
―Pobrecito.
―Por cierto ―atacó ella―, no sabía que fueras tan bueno.
―¿En qué?
―En Pociones, tonto ―aclaró poniendo los ojos en blanco―. Ahí puedes tener un filón para despegarte de la fama de tu padre.
―No lo creo, según Slughorn, he heredado el talento de él y de mi abuela.
―Bueno, pues no sé entonces que podrás hacer. Pero hazme el favor de no preocuparte mucho por lo que piensen o quieran los demás, bastante tengo con Scorpius. Como siga preocupándome de vosotros dos, nunca conseguiré una E en nada. Ni siquiera estoy en ese flamante Club de las Eminencias.
―¿Celosa? ―preguntó Albus, divertido.
Rose levantó la cabeza, le sacó la lengua su primo y se volvió a sentar entre una chica morena y Scorpius.
Después del almuerzo, los de Slytherin tuvieron Historia de la Magia con el fantasma del profesor Binns. Durante una hora y media que se hizo interminable, estuvo hablándoles sobre la historia mágica de la civilización griega, mencionando nombres como Circe, famosa por transformar a los marinos en cerdos, o Andros el Invencible, que conjuró un patronus gigantesco. No hacía pausas entre palabras y frases, y hablaba con una voz tan mecánica y lisa que parecía un zumbido. Al poco de empezar a tomar apuntes, Albus tuvo tanto sueño que casi se duerme, igual que el resto de la clase.
Luego tuvieron que ir a los invernaderos para la clase de Herbología con los de Hufflepuff. El profesor Longbottom (o Neville, como muchas veces se les escapaba a Albus y Roland), se alegró mucho de verlos y les enseñó el lazo del diablo, una planta capaz de estrangularte que moría al recibir la luz del sol.
Y al final llegó la cena, y Albus estaba de mejor humor que en la Selección.
―Te veo más animado ―lo saludó Josh Gray, sentándose a su lado.
―He tenido un buen día, aunque no estaré tranquilo hasta que hable con mi hermano.
―¿Y eso? ―se interesó Josh, sirviéndose de la fuente de chuletas con salsa.
―Bueno, creo que está decepcionado porque me hayan puesto en Slytherin.
―Ah, ya… ―Chasqueó la lengua―. Conozco a tu hermano.
―¿De qué?
―En primero nos peleamos, cosas típicas entre la gente de Slytherin y Gryffindor. Tu hermano me dijo que era un lameculos que perdía el tiempo porque los de mi casa jamás aceptarían a un hijo de muggles. A mí eso me dio mucha rabia y le pegué un puñetazo. Entonces empezó la pelea.
Albus creyó oír a su madre, muy disgustada, leyendo la carta de James en la que contaba cómo le había tenido que pegar una paliza a un idiota de Slytherin.
―Mi hermano es un poco… Pasional.
―Ya, díselo al ojo morado que tuve una semana.
Incómodo, Albus empezó a comer y se giró para charlar con Roland, que leía Una historia de la magia a la vez que Teoría mágica.
―¿Qué haces?
―Busco lo que es un patronus. Esa cosa enorme que Andros el Invencible conjuró.
―Es un hechizo que repele dementores, unos monstruos que te absorben el alma.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó cerrando ambos libros de golpe.
―Mi padre es un experto en Defensa Contra las Artes Oscuras, algunas veces viene a dar charlas y eso, sobre todo en tercero, que es cuando se estudian esas criaturas.
―¿Y qué hace el patronus? ¿Mata a los dementores esos?
―Bueno, creo que no se los puede matar ―explicó―. Sé que el patronus toma la forma de un animal, dependiendo de la persona ―añadió al ver que Roland iba a preguntarle otra vez.
―¿El de tu padre que animal es?
―Un ciervo, igual que el de mi abuelo.
―¿Crees que tomará la forma de tu animal favorito?
―No sé, no creo.
―Espero que no, porque no me gusta ninguno…
La mente de Albus volvió a desconectar. Se había acordado de la carta que tenía que escribir a sus padres. Sacó un trozo de pergamino de la mochila y empezó a contarles cómo habían sido la Selección y el primer día de clases. Al día siguiente iría por la mañana a la lechucería para enviarla.
―¿Todo bien, Albus?
Tanto él como Roland se giraron asustados. Un enorme Hagrid se erguía ante ellos, recelando de las miradas reprobatorias de los otros compañeros de la mesa.
―Sí, Hagrid. Algo sorprendido, pero eso es todo.
―Ayer me quedé a cuadros, todos lo estábamos. ¿Cómo has podido acabar en Slytherin?
―No lo sé, te juro que no lo sé. Yo iba dispuesto a pedirle al sombrero que me dejara estar en Gryffindor, pero nada más rozarme la cabeza me mandó aquí. ―Albus no parecía darse cuenta de que lo estaban oyendo.
―Bueno, que se le va a hacer. Alegrémonos de que la casa Slytherin tenga a alguien decente por primera vez en la historia ―dijo con una sonrisa entre la barba―. Me tengo que ir, tengo una cita en Hogsmeade. ¿Necesitar que te recuerde algo, Albus?
―Eh… No ―respondió el chico, sin estar muy seguro.
―Bueno, pues nos vemos. Y no te metas en líos.
―¡Tú tampoco! ―le chilló Albus cuando ya se iba.
―Qué tipo más raro ―dijo Roland.
―Es un viejo amigo de mi padre. No sé qué habrá querido decir con que necesito que me recuerde algo… ―Bebió un poco de zumo de calabaza―. Tal vez espera que, en la clase de vuelo, lo haga tan bien como mis padres. Mi madre juega al quidditch, ¿sabes?
―Creo que tu hermano me lo dijo, sí.
Albus volvió a pensar en su hermano, en la difícil relación que habían tenido desde el incidente con el ajedrez de Walburga Black. Él siempre había idolatrado a James, era su héroe junto a su padre y a Teddy Lupin. Pero ese día, Albus se sintió traicionado porque jamás pensó que su hermano (o su padre, o Ted o cualquiera de su familia) le hiciese daño. Había estado resentido mucho tiempo, de hecho seguía estándolo, y eso lo llevaba a mirar a James con otros ojos, a rechazarlo… Y le dolía, le dolía mucho porque, aun a pesar de todo, lo quería.
«Pero él te ha dejado una marca en el ojo para siempre».
«Porque yo le mentí».
«Te mandó a ese desván, aun sabiendo el miedo que te daba la oscuridad».
«También me contaba historias fascinantes, como las del rey Arturo y Merlín, o las de Beedle el Bardo».
Y así, discutiendo consigo mismo, podía pasarse horas. La profesora Robinson, que le había dado clases en el colegio muggle, ya había dicho a Harry y Ginny que su hijo tenía un rico mundo interior y que, aunque eso era bueno, no debía alejarse demasiado de la realidad. ¿Acaso era lo que estaba haciendo él en ese momento? ¿No estaba exagerando y dándole un tinte malintencionado a las bromas que James les gastaba a todo el mundo? ¿No estaba siendo un repelente, tal y como describían a veces a su tío Percy?
En seguida, y aunque tenía sueño, Albus se apresuró a subir a la torre de Gryffindor. No tenía mucha idea de donde estaba, pero sí sabía que si encontraba el cuadro de la señora gorda, encontraría a su hermano. Tuvo suerte y lo halló antes de lo que creía.
―¡Santo y seña! ―chilló la mujer del retrato.
―Esto… No, yo no quiero entrar. Sólo busco a mi hermano.
―¡O santo y seña o nada! ―repitió ella.
―Que ya te digo que no quiero entrar, estúpida.
―¡Oh! ¡Eres un maleducado! Ahora mismo me voy de aquí para no verte. ―E igual que había hecho Elizabeth Burke, desapareció del lienzo al atravesar el borde.
―¿Albus?
Era James, que acababa de llegar con dos amigos.
―Menos mal. Quería hablar contigo.
―¿Sobre qué? ―se extrañó, haciéndole un ademán a sus compañeros para que siguiesen sin él.
―¿Sobre qué va a ser? ―respondió Albus, alterado―. James, no puedo con esto, es demasiado.
―¿Estar en Slytherin?
Albus asintió. Su hermano no estaba siendo desagradable, pero sí muy frío.
―Me da pena no estar contigo y con Rose, o con Molly y Victoire; y eso hace que me enfade pero, cuando me pasa, me acuerdo de cuando me tiraste el alfil y me alegro de no estar contigo y, entonces, me pongo nervioso porque no quiero pensar de ese modo y… No sé. Yo no quería estar en Slytherin, no quería ser…
―¿Una rata? ―completó James con una sonrisa en los labios. Albus cabeceó.
―No era eso lo que iba a decir.
―Albus, no te negaré que estoy decepcionado con que seas de Slytherin pero, en cierto modo, yo también me siento culpable por cómo pienso de ti a veces. Sé que me porto mal contigo, no porque no te quiera, sino porque quiero que seas fuerte…
―Y valiente como un Gryffindor ―terminó su hermano―. Lo siento, James.
―No pasa nada. Yo sé que podrás ser tan bueno como yo espero que lo seas, aunque estés en Slytherin. Además, así esa casa tiene a alguien que vale la pena.
Albus, sin saber por qué, abrazó a su hermano. Necesitaba más que nunca un poco de cariño y él era lo más parecido a su padre que tenía en ese momento.
―Siento lo que te hice en el ojo ―dijo James, de pronto―. Pero no debiste de haberme mentido.
Y su hermano, de nuevo molesto, se retiró.
―Sí que conté las piezas ―insistió él.
―Bueno, como quieras…
Se dirigió hacia el retrato vacío de la señora gorda y, entonces, Albus le preguntó algo que lo estaba matando por dentro.
―Te decepciona pero, ¿también te molesta que esté en Slytherin?
James se giró, con la sonrisa más ancha aún, y le contestó:
―Creo que, para que madures, no necesitas que te de la respuesta.
Y Albus se lo tomó mal, porque creyó que su hermano sólo se estaba divirtiendo con otra broma pesada que no llegaba a entender.
«Ya verás lo maduro que puedo llegar a ser».
Volvía a la sala común cuando, cerca del retrato de Elizabeth Burke, alguien gritó:
―¡Petrificus totalus!
Los brazos se le pegaron al cuerpo, sus piernas se juntaron, se balanceó y luego cayó bocabajo, rígido como un tronco. Alguien le dio la vuelta.
Albus tenía la mandíbula de piedra y no podía hablar. Sólo sus ojos se movían, mirando horrorizado como dos chicos de Slytherin, mayores a todas luces, le sonreían con maldad.
―¿Te crees demasiado bueno para estar en nuestra casa, Potter?
―¿Piensas que eres una rosa entre malas hierbas?
Uno de ellos le pegó una patada en el estómago. El otro, un puñetazo en la boca que le partió el labio.
―¡Idiota! Le vas a dejar marca.
Se fueron corriendo, dejando a Albus paralizado en el suelo, sin poder mover ni un músculo.
―¿Necesitas ayuda, amigo de los sangre sucia? ―preguntó Elizabeth Burke.
A Albus le habría gustado decirle que no, pero no podía hablar, así que tuvo que ver como la bruja volvía a salir del retrato, dejando un lienzo sucio tras ella. Al poco tiempo, el prefecto que había sido tan simpático con los nuevos llegaba con una chica que Albus estaba seguro de haber visto en la Selección.
―Vaya, es Potter ―dijo Bletchley sin mucha sorpresa. Se produjo un destello de luz roja y el chico recuperó la movilidad.
―Gra-gracias… ―farfulló mientras se limpiaba la sangre de la boca.
―Dáselas a esta niña, ha sido la que ha venido a avisarme de que estabas aquí.
―Y a ella le ha dado noticia mi persona, que conste, Potter ―dijo Elizabeth Burke, que llegaba rezongando de vuelta al cuadro―. Espero una disculpa por tus malos modos de esta mañana.
―Eh, sí… Gracias, Madame Burke ―se vio obligado a decir, sin ninguna gana.
―Trae, te curaré eso ―se ofreció Bletchley, acercándose con la varita en alto para parar el sangrado del labio.
―¡No! ―casi gritó Albus―. No es necesario, gracias. De mi tío Bill he aprendido que las cicatrices nos recuerdan nuestros errores.
El prefecto, casi ofendido, gruñó algo parecido a un «adiós» antes de irse camino a la sala común. Albus se quedó a solas con la niña desconocida; una chica pálida y enclenque, de facciones afiladas y una larga y oscura melena.
―¿Estás bien? ―dijo ella.
―S-sí… Aunque he estado mejor.
―Esa mujer del retrato me vio en las escaleras y me dijo que un Slytherin maleducado había sido atacado. Fue una suerte encontrar a Bletchley aun en el comedor.
―Sí, una suerte ―repitió Albus, sin prestarle mucha atención.
―No te preocupes.
―¿Perdona? ―Aquello lo pilló desprevenido. No sabía que quería decir la chica.
―La gente de Slytherin, no acepta a uno hasta que no ven que vale la pena hacerlo.
―Eso es muy triste.
―Lo es, pero, ¿qué remedio queda?
Albus sonrió. Le caía bien esa niña.
―No voy a hacerme amigo de una gente que sólo me quiere por interés.
―¿Y qué vas a hacer entonces?
―Mi hermano me tiene dicho que madure, creo que eso, y entonces la casa Slytherin se enterará de quien es Albus Potter ―le dijo, decidido y sin vacilar.

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