Los comienzos nunca fueron fáciles. ¿Pensabas que Albus tendría unos primeros días tranquilos en Hogwarts? El apellido Potter le traerá más de un disgusto, descúbrelos en este capítulo entre pociones y retratos que van y vienen.
―¡BIEN! ¡BIEN! ―Los gritos de júbilo del profesor Slughorn eran lo
único que se oía en el comedor. Todos se habían quedado como cuando el sombrero
había mandado a Malfoy a la casa Gryffindor, pero, sin duda, Albus era quien
peor lo estaba pasando. No asumía lo que acababa de oír.
«¿Slytherin?» ¡Si no le había dado tiempo a leerle
la mente ni nada! ¡No valía!
―Potter, por favor ―lo apremió Flitwick.
Albus se levantó mareado, sin atreverse a mirar a sus compañeros o
a su prima Rose. Todavía sin creérselo, fue hasta la mesa de Slytherin, donde
sólo unos pocos le dieron la bienvenida.
―Bienvenido, soy Josh Gray ―lo saludó un chico que se había
levantado a estrecharle la mano y hacerle un hueco a su lado. Albus forzó una
sonrisa, aunque encontró el gesto sincero.
―Es un gran orgullo tenerte aquí ―vociferó el Barón Sanguinario
volando sobre su cabeza―, un verdadero orgullo.
Ignoró al fantasma y, desde su asiento, buscó a su hermano en la
mesa de Gryffindor. Lo vio contrariado, con una expresión entre ofendida y
sorprendida. Estuvo un rato mirándole, pidiéndole ayuda en silencio, pero James
no se dio cuenta y siguió pendiente de lo que decía el sombrero.
―¡GRYFFINDOR! ―rugió éste cuando Peter Plumpton, el niño que Albus
había conocido en el compartimento de Slughorn, se lo puso. Ya no hubo nuevos
miembros de Slytherin hasta que le tocó el turno a Wilkes, Bailee. Para
entonces, su prima Rose ya había sido seleccionada para la casa del león.
«Esto es injusto. Muy injusto» pensaba casi con ganas de llorar.
―¡Wool, Roland! ―llamó Flitwick. Era el último alumno, y la última
sorpresa.
Pasó un minuto.
Pasaron dos.
Y tres.
La gente empezó a impacientarse, tenían hambre y aquel niño estaba
tardando demasiado.
Seis minutos, después siete.
―¡SLYTHERIN! ―decidió el sombrero al final. Roland, ruborizado,
corrió a sentarse junto a Albus.
―¿Por qué ha tenido que tardar tanto? ―le dijo cuando llegó―. Casi
me muerto de la vergüenza ahí arriba.
Albus no estaba de humor para hablar con nadie. Volvió a buscar la
mirada de su hermano y, esta vez, sí que la encontró. En ella vio una profunda
decepción.
Abatido, se enfocó en la mesa de los profesores. Hagrid y el
profesor Longbottom también tenían cara de incredulidad, igual que Flitwick.
Slughorn, en cambio, estaba de lo más contento y hablaba sin parar con una
mujer de melena cobriza que estaba a su derecha, Albus no la conocía. En el
centro de todos ellos estaba el director, otro extraño. Debía de tener unos
pocos años más que su padre, pero se lo veía más fornido y corpulento, lo que
le procuraba un halo de autoridad que hizo a Albus decidirse por no tener
problemas con él. Llevaba una túnica plateada y el pelo, espeso y castaño,
recogido en una coleta. Justo cuando iba a fijarse bien para saber cómo eran
sus ojos, levantó la vista y cruzó una mirada eterna con Albus.
―¡Atención, por favor! ―Su voz, clara y potente, pareció salir de
las mismas paredes del comedor. Se puso en pie y Albus agachó la cabeza
avergonzado, parecía que sólo miraba a él―. Sé que os morís de hambre, yo
también, así que permitidme que de la bienvenida a los novatos y les diga que
han tenido la suerte de presenciar un hecho muy particular: Hatstall.
Los estudiantes empezaron a aplaudir, pero Albus, igual que otros
tantos, se quedó desconcertado.
―¿Qué significa Hatstall? ―le preguntó Roland.
―Ni idea ―dijo Albus, mirando de nuevo hacia la mesa de
Gryffindor. Rose se estaba riendo de algo que le decía Nick Casi Decapitado y,
muy cerca suya, también vio a sus primas Victoire y Molly.
―Hatstall es cuando el Sombrero Seleccionador tarda más de cinco
minutos en sortear a un alumno ―aclaró Josh Gray a Roland―. Tú has sido el
Hatstall.
―¡Caray! ―exclamó McLaggen; que estaba sentado dos sitios más
allá, junto a una chica con pinta de matona. Acababa de ver cómo la comida
empezaba a aparecer en los platos.
―No sé si alguna vez me acostumbraré a esto ―dijo Roland
comiéndose con los ojos la fuente de pavo relleno.
Albus sí que estaba acostumbrado a las mesas repletas de comida
porque en casa de sus abuelos, los Weasley, solían reunirse a menudo durante el
verano todos los primos. Teddy (que era como de la familia) y tío Bill se
encargaban de montar una carpa en el jardín, porque dentro no cabían, y luego
la abuela Molly llenaba cada espacio con sus platos más deliciosos. A Albus le
molestaba un poco que hubiera siempre tanta comida porque su abuela lo obligaba
a repetir (cuando él no era de gran apetito). Esa noche, en Hogwarts, tenía el
estómago cerrado, así que casi no comió.
―Prueba las patatas asadas ―le dijo Josh―, están riquísimas.
Albus se dio cuenta de que era el único que no le rehuía la mirada
y era amable con él.
―Tienes mala cara ―apuntó Roland―. ¿Estás bien?
―Se me pasará. ―Y volvió a echar una mirada suplicante a la mesa
de Gryffindor.
―Cuando oí a Flitwick decir tu nombre ―comenzó a decirle Josh―,
pensé en lo genial que sería tenerte aquí, y fíjate tú.
―Pues creo que eres el único que te alegras ―respondió Albus, con
dureza.
―A los de esta casa tiene uno que ganárselos. Yo voy a entrar en
tercero y mírame, sigo medio marginado.
―¿Y eso? ―Albus creía conocer la respuesta.
―Mis padres son muggles, y eso no está muy bien visto aquí, por lo
visto. Aunque por lo que me han contado, hace años eran mucho más intolerantes.
Eso sí, los amigos que he hecho te aseguro que son de los de verdad, de los que
sé que nunca me traicionarán.
Albus empezó a acordarse de su madre leyendo las cartas de James;
tal vez en alguna mencionase a Josh, pero no estaba seguro.
―Oye, los fantasmas no nos harán nada, ¿no? ―preguntó Roland
mirando al Barón Sanguinario con preocupación.
―¡¿CÓMO QUE NADA?! ―gritó este, que lo había oído, desenvainando
su espada―. ¡Nosotros poseemos a los alumnos por la noche, rapaz!
Roland casi se atraganta y Josh, entre risas, le aclaró que era
una broma. Luego el Barón bajó hasta ponerse al otro lado de Albus (haciéndole
sentir como si le tirasen agua helada al tocarlo) y se presentó. Roland pareció
perderle algo de miedo.
Albus se puso a mirar a ambos extremos de la mesa de Slytherin.
Sin contar a McLaggen, sólo reconocía al chico pelirrojo que había ido con él
en la barca.
«No te preocupes, a Rose no le
importará que estés en Slytherin, y Roland parece majo, no te preocupes, no te
preocupes…».
Miró otra vez hacia la mesa de los profesores. Hagrid, con la cara
colorada, bebía a morro de una botella de vino de elfo bajo la mirada
desaprobatoria del profesor Flitwick. A su lado estaba el director que, si
recordaba bien las historias de James, era el profesor Denbrough. Volvió a
mirar a Albus, como si supiese que lo estaba observando y el chico pensó que
prefería a la antigua profesora McGonagall antes que a él.
―¿Qué enseñaba antes el director? ―preguntó a Josh.
―¿Denbrough? Era el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras
cuando yo estaba en primero. El año pasado, cuando se jubiló McGonagall, se
convirtió en director porque Flitwick rechazó el puesto.
―¿Y qué tal es? ―Albus apostaba a que no muy bueno.
―Extraño. A veces es cercano, no es mala persona, pero sí un poco
duro. Sus exámenes tuvieron fama de ser los más difíciles de la historia. La
gente lo tiene en buena estima porque ha sido un profesor que ha enseñado de
verdad, ¿entiendes?
―Creo que sí ―dijo Albus mirando de reojo al director, que ahora
hablaba con la mujer pelirroja que tampoco conocía. Le preguntó a Josh quien
era.
―Es la profesora Ridgebit, la sustituta de Denbrough. También es
la jefa de la casa Hufflepuff. Sabe un montón sobre cómo combatir las Artes
Oscuras, en serio, podría vencer a un dragón ella sola.
El resto de la velada, Albus se dedicó a mirar hacia la mesa de
Gryffindor. Cuando desaparecieron los postres, el profesor Denbrough se
levantó, haciendo así callar al comedor.
―Alumnos, antes de que nos retiremos a planchar la oreja ―dijo
ocasionando algunas risas―, quiero hacer algunos recordatorios: el primero,
sobre todo para los nuevos, es que el bosque de los terrenos está prohibido, y
creo que algunos veteranos deberían de tenerlo presente. ―Albus estuvo seguro
de que hablaba de James―. Otras normas a tener en cuenta, y que el señor Filch
siempre tendrá gusto en aclararos, ―más risas― es que no debéis hacer magia en
los pasillos o recreos ni tampoco salir de vuestros cuartos a deshora. Y, por
último, anunciaros que las pruebas de quidditch serán la segunda semana del
curso. Los interesados que deseen jugar en el equipo de su casa deben ponerse
en contacto con Madame Hooch.
La gente empezó a aplaudir, pero Denbrough levantó ambas manos pidiendo
silencio.
―Antes de que nos retiremos hasta mañana, deseo hacer un brindis
por la música, esa magia superior.
Albus empezó a ver al director con otros ojos. Parecía severo, sí,
pero el hecho de que le gustase la música, como a él, le causó simpatía. Los
otros alumnos, por el contrario, perdieron la sonrisa en cuanto vieron aparecer
unas tiras doradas que se tornaron letras. Empezaron entonces a gritar a coro:
Doble, doble trabajo y problemas,
el fuego quema y el caldero burbujea.
Doble, doble trabajo y problemas,
lo perverso viene de ahí.
Ojo de lagartija y dedo de rana,
pelo de murciélago y lengua de perro.
Horca de víbora y picadura de escreguto,
pierna de lagarto y sonido de alas.
En el caldero a cocer al horno,
prendedero de una pantanosa serpiente,
escama de dragón y diente de lobo,
boca de momia de Brujas.
Doble, doble trabajo y problemas,
el fuego quema y el caldero burbujea.
El fuego quema y el caldero burbujea.
Lo perverso viene de ahí.
Albus oyó a James y dos amigos suyos, que fueron los últimos en
acabar, chillando y riéndose. Después, el director dio las buenas noches y los
de primer año se pusieron en pie para seguir a los prefectos hasta la sala
común. Albus vio como Rose se alejaba subiendo por la escalera de mármol mientras
él, acompañado siempre de Roland, bajaba a las frías y húmedas mazmorras, lo
más lejos posible de donde siempre creyó que estaría. El prefecto, un tipo con
cara de rancio llamado Bletchley, los condujo por varios corredores en cuyas
paredes colgaban cadenas.
―¿Crees que castigarán a la gente amarrándolos ahí? ―le preguntó
Roland a Albus.
―James me dijo una vez que sí, pero mi padre me aseguró que era
mentira.
Había también un retrato de una mujer con pinta de haber vivido
varios siglos atrás. Cuando pasaron les dijo:
―Nuevos Slytherin, recordad, sed justos con los sangre sucia. ¿Me
entendéis? ―Y se echó a reír. A Albus no le hizo ninguna gracia.
―Esa es Elizabeth Burke ―les contó el prefecto―. Su retrato guarda
un pasadizo que os llevará a la clase de pociones en dos minutos. El santo y
seña es: «gloriana».
Se detuvieron ante un trecho de muro descubierto y lleno de
humedad.
―«Serpens superius» ―dijo el prefecto, y se abrió una puerta que quedaba disimulada
en la pared.
La sala común de Slytherin era semisubterránea, de aspecto
lóbrego, con los muros y el techo de piedra basta. Varias lámparas de color
verdoso colgaban del techo mediante cadenas. Albus, que admitió estar
impresionado con el lugar, se dio cuenta de que se veía el fondo del lago a
través de los rosetones. Entre ellos había una repisa y, bajo ésta, una
chimenea donde crepitaba la hoguera.
―Las habitaciones de los chicos están bajando por esas escaleras,
a la izquierda, y las de las chicas a la derecha ―informó el prefecto―. Antes
de que os acostéis os tengo que decir que en Hogwarts hay un poltergeist, se
llama Peeves y es bastante molesto, aunque no os lo encontraréis en las
mazmorras porque tiene miedo del Barón Sanguinario, el único que puede
controlarlo. La contraseña para entrar cambia cada dos semanas, revisad el
tablón de anuncios para que no se os pase la fecha. Mañana, al levantaros,
también tendréis que mirar el horario para ver qué clase tenéis. El jefe de la
casa es el profesor Slughorn, que os dará Pociones. Si tenéis algún problema
siempre podréis contárselo a él, no me molestéis con tonterías de críos,
¿estamos?
Casi todos se quedaron boquiabiertos con la chulería del tal
Bletchley, sobre todo Albus que, de nuevo, volvió a sentir rabia de no estar en
Gryffindor.
Bajaron al dormitorio de los chicos, una habitación redonda (como
si estuvieran en una torre) cuyas paredes estaban todas cubiertas con tapices
medievales. Había lámparas de plata colgando del techo, que era de cristal y
dejaba ver las aguas del lago, que también se oían golpeando contra las
ventanas. Los baúles y las mascotas también estaban allí, junto a las camas con
dosel y cortinas de seda verde.
―Albus, ¿te puedo decir una cosa? ―dijo Roland, acercándose a él,
cuando estaba a punto de meterse en la cama.
―¿El qué?
―Bueno, te va a sonar estúpido porque tú eres de familia de magos,
pero creo que no he sido más feliz en toda mi vida ―le confesó sonrojado.
Albus sonrió y le deseó buenas noches.
Él no era nada feliz.
Se metió en la cama y empezó a pensar. Lo primero que haría por la
mañana sería escribir a sus padres contándole lo grave de la situación y hablar
con James y Rose, por supuesto, para ver si se podía hacer algo. Él no podía
estar en la misma casa que esa bruja del retrato que pedía justicia (a saber lo
que quería decir con eso) para los sangre sucia, no, no podía.
Y así, hilando pensamientos amargos y recuerdos tristes, Albus se
quedó dormido y acabó siendo conducido a una pesadilla de lo más extraña:
estaba de vuelta en Grimmauld Place, acostado en su dormitorio, cuando oía a su
madre decirle a su padre que Kreacher era un ladrón y se había llevado el
colgante de Albus. Entonces intentaba levantarse de la cama para ver si era
cierto, para ir al escritorio y comprobar si seguía allí donde lo había dejado,
pero no podía moverse, ni siquiera abrir los ojos mucho tiempo. Estaba
atrapado, atrapado en su propio sueño y, además, alguien estaba entrando en el
cuarto y no se podría defender…
Temblando y empapado en un sudor frío, Albus se despertó. Tardó
horas en volverse a dormir, porque el recuerdo de aquel sueño le provocaba
verdadero terror.
Varias horas después (que para él fueron segundos) se despertó de
verdad. El techo alumbraba la habitación porque, como estaban a poca
profundidad, la luz del sol llegaba a través del lago. Miró el reloj y se dio
cuenta de que iba tan tarde que se había perdido el desayuno, y no sólo eso,
también vio que Roland seguía durmiendo.
―La verdad, no sé si debo ir… ―dijo éste avergonzado―. Yo no sé
hacer magia.
―¿No te acuerdas del maleficio que le lanzaste a ese imbécil en el
tren? Claro que sabes.
Algo más animado, Roland se vistió y lo acompañó a la sala. En el
tablón vieron que la primera clase del día era Pociones, y que la tenían con
los de Gryffindor.
Cómo iban muy tarde, echaron a correr. Roland se detuvo ante el
retrato de Elizabeth Burke, con intención de pasar.
―¿La contraseña? ―inquirió, molesta pero servicial.
―¿Roland, qué haces?
―El prefecto dijo que nos llevaría a la clase de Pociones, ¿no te
acuerdas?
―Claro que me acuerdo, igual que recuerdo la justicia que pedía
con los sangre sucia.
―¡Por el amor del calamar gigante! ―se indignó el retrato.
―No voy a usar ese pasadizo en la vida, Roland. Es por principios.
―Y yo no te daré oportunidad de hacerlo. Adiós. ―Y Elizabeth Burke
desapareció, dejando atónito a Roland.
―¿Cómo ha hecho eso?
―Luego te lo explico, y también te diré lo que es un sangre sucia.
Ahora vámonos o llegaremos tarde.
Albus se guio gracias a las historias que le había contado su
padre sobre su primer año en Hogwarts: «las clases de Snape se daban en las mazmorras, bajando por unas
escaleras hasta la parte más fría y oscura del castillo». Llevaban ya diez minutos deambulando
entre rejas cuando apareció el Barón Sanguinario.
―¿Os hecho una mano?
―¡Buscamos el aula de Pociones! ―replicó Albus nervioso. No quería
causar mala impresión, ni siquiera a Slughorn.
―Seguidme. ―Y empezó a flotar delante de ellos. Los dejó ante la
puerta del calabozo donde se impartía la asignatura y desapareció.
―… La atención al detalle en la preparación es el requisito
indispensable de cualquier poción… ―oyeron que decía Slughorn. La clase había
empezado.
Albus llamó a la puerta y el profesor, cuyos bigotes parecían
enormes de cerca, les abrió.
―Buenos días, profesor. Disculpe que nos hayamos… Perdido, sí, eso
―mintió Albus―. El Barón Sanguinario nos ha traído.
―¡Albus, amigo mío! ―lo recibió Slughorn echándole una mano sobre
el hombro y metiéndolo en la clase―. Me estaba empezando a preocupar. Y por ti
también, Wool, por supuesto ―añadió indicándole que pasara.
La mazmorra estaba llena de vapores y olores de todo tipo. Los
otros compañeros parecían estar a punto de trabajar, así que Albus y Roland
ocuparon la única mesa libre, junto a un gran caldero. Rose estaba en el otro
extremo del aula, con Scorpius Malfoy como pareja, lo que dejó a su primo
pasmado.
―Estaba a punto de pedirles a vuestros compañeros que preparasen
una poción pimentónica, que sirve para curar algunos síntomas de resfriados y
gripes. ¿Tenéis vuestros libros de Mil
hierbas mágicas y hongos, no? ―Albus asintió, estupefacto ante el oscilante
y colosal contorno de Slughorn―. Pues perfecto, en una hora comprobaré los
resultados.
―¿Cómo quiere que hagamos una poción? ―preguntó Roland nervioso―.
Yo no tengo ni idea.
―Supongo que habrá dado alguna explicación en la media hora que
nos hemos perdido ―dijo Albus acercándose al gran caldero hirviendo que había
junto a la mesa.
―Cuidado con eso ―lo previno el profesor―, es filtro de muertos en
vida. Lo tengo preparado para los de sexto.
―Lo siento, señor ―se disculpó Albus.
―No te preocupes. Recuerdo que tu padre preparó ese mismo filtro,
el mejor que he visto nunca. Tu abuela, Lily, también tenía muy buena mano para
las pociones. Estoy ansioso por saber si tú has heredado el talento de ellos,
aunque estoy seguro de que pasará como con los ojos y así será, ¿verdad?
Albus sonrió sin ganas. Slughorn estaba haciendo justo lo que más
odiaba: que lo comparasen con otros miembros de su familia.
―Mira, en la página trece viene como se prepara la poción
pimentónica ―dijo Roland―. Necesitamos pimienta, cuerno de bicornio, ramitas de
menta, hidromiel, raíz de mandrágora cocida… ―miró a Albus angustiado―. Por
favor, dime que sabes lo que son esas cosas.
―Sí. Vienen en el paquete de ingredientes que compramos en el
callejón Diagon.
Slughorn empezó a pasearse por la clase, comentando de vez en
cuando las pociones de los alumnos.
―El color no es el correcto, Fronsac, debes de haber añadido el
moco de gusarajo antes de remover, ¿cierto?
Pronto, tanto Albus como Roland se olvidaron de Slughorn y el
resto de compañeros. Al primero le estaba encantando la clase, cosa que no se
esperaba, y las explicaciones que tenía que darle a su amigo cada dos por tres.
Éste, más emocionado que Albus, también se había prendado de la preparación de
pociones.
―«Remover
la sangre de salamandra y untarla en las ramitas de menta, luego echar cinco de
ellas en el caldero»… ¿Lo tienes, Albus?
―¡Diez minutos! ―anunció Slughorn.
Poco antes de que el tiempo se acabase, Albus y Roland, los dos
sudados y agotados, tenían el caldero a rebosar de una sustancia densa y
anaranjada que olía bastante fuerte.
―Creo que no me lo he pasado mejor en la vida ―dijo Roland.
―Sí, la verdad es que creía que Pociones iba a ser algo más
complicada, pero sólo leyendo las instrucciones te enteras de lo que tienes que
hacer. Además…
―¿Además qué? ―se extrañó su compañero.
―Bueno, me he permitido cambiar algunas cosas.
―¡¿Qué?!
―Sí, verás, los doctores muggles siempre dicen que no hay que
abusar de los medicamentos, así que he echado menos cantidad de ingredientes.
―¡Pero a lo mejor nos ha salido mal!
―¡TIEMPO! ¡Dejad de remover!
Mientras Slughorn se paseaba de nuevo por la clase, poniendo nota
a todos, Roland lanzaba miradas acusadoras a Albus.
―No te preocupes ―le susurró―, confía en mí.
―Está bien. ―Ya parecía algo más calmado―. Hemos trabajado juntos,
sí algo sale mal será culpa de los dos. Tuya por cambiar los ingredientes y mía
por no vigilarte, cabeza membrillo.
―Dices eso porque sabes que es la mejor poción de la clase y
quieres que el mérito sea de los dos, membrillo peludo.
Y los dos se empezaron a reír.
―¿Qué es tan divertido, chicos? ―quiso saber Slughorn al llegar.
―Nada, nada ―contestó Albus, aun riendo.
El profesor se inclinó sobre el caldero y olfateó un momento el
vapor que ascendía de él.
―¿Naranja, Albus? ¿En serio? ―preguntó sorprendido.
―¿No está bien? ―No podía ser, tenía una corazonada de que ese era
el modo correcto.
―Está perfecta, aunque la poción común es marrón. Pero, ¿naranja?
No esperaba que un alumno en su primera clase llegase a tanto, claro que tú
eres el hijo de Harry y el nieto de Lily ―le dijo dándole unas palmaditas en el
hombro―. Enhorabuena, Madame Longbottom se va a poner muy contenta cuando le
lleve tu poción a la enfermería, si no te importa, claro.
―Qué va, profesor.
―Estupendo, quince puntos para Slytherin. Y enhorabuena a ti
también, Wool.
Sonó el timbre y la clase empezó a vaciarse. Albus se dispuso a
salir para hablar con Rose pero, justo en la puerta, el profesor los llamó a él
y a Roland.
―No querría entretenerte, Albus, pero el viernes daré una pequeña
merienda con mis mejores alumnos y, bueno, he pensado que tanto a ti como al
señor Wool os gustaría asistir. ¿Qué decís?
―Está bien, señor ―respondió, mirando nervioso hacia la salida―.
Ahí estaremos.
―Excelente, excelente… Da recuerdos a tu padre si le escribes.
―Sí, señor, eso haré.
Salieron corriendo de la mazmorra, pero ya no quedaba nadie.
―Deben de haberse ido a clase ya ―se lamentó Albus.
―¿Tenemos con los de Gryffindor otra vez?
―No, ahora nos toca Encantamientos con los de Ravenclaw.
En su primer día en Hogwarts, Albus descubrió que aquello era
mucho más que magia. Por ejemplo, la primera clase de Encantamientos consistió
en una retahíla de explicaciones de Flitwick sobre cómo agarrar la varita y
pronunciar los conjuros.
―No os olvidéis nunca del mago Baruffio, que dijo «ese» en lugar de «efe» y se encontró tirado en el suelo con un búfalo en el pecho.
A la hora del almuerzo, Albus se acercó a la mesa de Gryffindor
para hablar con su prima y su hermano. Sólo encontró a esta.
―Tranquilo, Al, sé lo que me vas a decir ―dijo ella poniéndose en
pie―. No te preocupes, no me importa que estés en Slytherin. A nadie le importa
en realidad. Hace un rato me encontré con Molly de camino a los invernaderos…
―A James sí le importa, lo sé ―dijo Albus, cortándola.
―Bueno, sí, un poco, pero creo que se le pasará si hablas con él.
Entiende que fue una sorpresa para todos, aunque parece que este año el
sombrero ha estado con ganas de experimentar.
―¿Lo dices por Malfoy? He oído a algunos en mi mesa decir que él
debería de ocupar mi lugar en Slytherin.
―Me da mucha pena. Nadie quiere acercársele y muchos se meten con
él. Ayer por la noche tuve que amenazar a Hal Viridian, ese al que Roland
embrujó en el tren, con otro maleficio tragababosas porque no lo dejaba en paz.
Como su padre y sus abuelos fueron mortífagos la toman con él.
―Sí, recuerdo lo que me dijiste, tiene una fama inversa a la
nuestra.
―Y en realidad no se parece en nada a lo que mi padre dice siempre
que son los Malfoy, de hecho me ha dado las gracias demasiadas veces por no
haberle dejado sólo en Pociones.
―Pobrecito.
―Por cierto ―atacó ella―, no sabía que fueras tan bueno.
―¿En qué?
―En Pociones, tonto ―aclaró poniendo los ojos en blanco―. Ahí
puedes tener un filón para despegarte de la fama de tu padre.
―No lo creo, según Slughorn, he heredado el talento de él y de mi
abuela.
―Bueno, pues no sé entonces que podrás hacer. Pero hazme el favor
de no preocuparte mucho por lo que piensen o quieran los demás, bastante tengo
con Scorpius. Como siga preocupándome de vosotros dos, nunca conseguiré una E
en nada. Ni siquiera estoy en ese flamante Club de las Eminencias.
―¿Celosa? ―preguntó Albus, divertido.
Rose levantó la cabeza, le sacó la lengua su primo y se volvió a
sentar entre una chica morena y Scorpius.
Después del almuerzo, los de Slytherin tuvieron Historia de la
Magia con el fantasma del profesor Binns. Durante una hora y media que se hizo
interminable, estuvo hablándoles sobre la historia mágica de la civilización
griega, mencionando nombres como Circe, famosa por transformar a los marinos en
cerdos, o Andros el Invencible, que conjuró un patronus gigantesco. No hacía
pausas entre palabras y frases, y hablaba con una voz tan mecánica y lisa que
parecía un zumbido. Al poco de empezar a tomar apuntes, Albus tuvo tanto sueño
que casi se duerme, igual que el resto de la clase.
Luego tuvieron que ir a los invernaderos para la clase de
Herbología con los de Hufflepuff. El profesor Longbottom (o Neville, como
muchas veces se les escapaba a Albus y Roland), se alegró mucho de verlos y les
enseñó el lazo del diablo, una planta capaz de estrangularte que moría al
recibir la luz del sol.
Y al final llegó la cena, y Albus estaba de mejor humor que en la
Selección.
―Te veo más animado ―lo saludó Josh Gray, sentándose a su lado.
―He tenido un buen día, aunque no estaré tranquilo hasta que hable
con mi hermano.
―¿Y eso? ―se interesó Josh, sirviéndose de la fuente de chuletas
con salsa.
―Bueno, creo que está decepcionado porque me hayan puesto en
Slytherin.
―Ah, ya… ―Chasqueó la lengua―. Conozco a tu hermano.
―¿De qué?
―En primero nos peleamos, cosas típicas entre la gente de Slytherin
y Gryffindor. Tu hermano me dijo que era un lameculos que perdía el tiempo
porque los de mi casa jamás aceptarían a un hijo de muggles. A mí eso me dio
mucha rabia y le pegué un puñetazo. Entonces empezó la pelea.
Albus creyó oír a su madre, muy disgustada, leyendo la carta de
James en la que contaba cómo le había tenido que pegar una paliza a un idiota
de Slytherin.
―Mi hermano es un poco… Pasional.
―Ya, díselo al ojo morado que tuve una semana.
Incómodo, Albus empezó a comer y se giró para charlar con Roland,
que leía Una historia de la magia a
la vez que Teoría mágica.
―¿Qué haces?
―Busco lo que es un patronus. Esa cosa enorme que Andros el
Invencible conjuró.
―Es un hechizo que repele dementores, unos monstruos que te
absorben el alma.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó cerrando ambos libros de golpe.
―Mi padre es un experto en Defensa Contra las Artes Oscuras,
algunas veces viene a dar charlas y eso, sobre todo en tercero, que es cuando
se estudian esas criaturas.
―¿Y qué hace el patronus? ¿Mata a los dementores esos?
―Bueno, creo que no se los puede matar ―explicó―. Sé que el
patronus toma la forma de un animal, dependiendo de la persona ―añadió al ver
que Roland iba a preguntarle otra vez.
―¿El de tu padre que animal es?
―Un ciervo, igual que el de mi abuelo.
―¿Crees que tomará la forma de tu animal favorito?
―No sé, no creo.
―Espero que no, porque no me gusta ninguno…
La mente de Albus volvió a desconectar. Se había acordado de la
carta que tenía que escribir a sus padres. Sacó un trozo de pergamino de la
mochila y empezó a contarles cómo habían sido la Selección y el primer día de
clases. Al día siguiente iría por la mañana a la lechucería para enviarla.
―¿Todo bien, Albus?
Tanto él como Roland se giraron asustados. Un enorme Hagrid se
erguía ante ellos, recelando de las miradas reprobatorias de los otros
compañeros de la mesa.
―Sí, Hagrid. Algo sorprendido, pero eso es todo.
―Ayer me quedé a cuadros, todos lo estábamos. ¿Cómo has podido
acabar en Slytherin?
―No lo sé, te juro que no lo sé. Yo iba dispuesto a pedirle al
sombrero que me dejara estar en Gryffindor, pero nada más rozarme la cabeza me
mandó aquí. ―Albus no parecía darse cuenta de que lo estaban oyendo.
―Bueno, que se le va a hacer. Alegrémonos de que la casa Slytherin
tenga a alguien decente por primera vez en la historia ―dijo con una sonrisa
entre la barba―. Me tengo que ir, tengo una cita en Hogsmeade. ¿Necesitar que
te recuerde algo, Albus?
―Eh… No ―respondió el chico, sin estar muy seguro.
―Bueno, pues nos vemos. Y no te metas en líos.
―¡Tú tampoco! ―le chilló Albus cuando ya se iba.
―Qué tipo más raro ―dijo Roland.
―Es un viejo amigo de mi padre. No sé qué habrá querido decir con
que necesito que me recuerde algo… ―Bebió un poco de zumo de calabaza―. Tal vez
espera que, en la clase de vuelo, lo haga tan bien como mis padres. Mi madre
juega al quidditch, ¿sabes?
―Creo que tu hermano me lo dijo, sí.
Albus volvió a pensar en su hermano, en la difícil relación que
habían tenido desde el incidente con el ajedrez de Walburga Black. Él siempre
había idolatrado a James, era su héroe junto a su padre y a Teddy Lupin. Pero
ese día, Albus se sintió traicionado porque jamás pensó que su hermano (o su
padre, o Ted o cualquiera de su familia) le hiciese daño. Había estado
resentido mucho tiempo, de hecho seguía estándolo, y eso lo llevaba a mirar a
James con otros ojos, a rechazarlo… Y le dolía, le dolía mucho porque, aun a
pesar de todo, lo quería.
«Pero él te ha dejado una marca en el
ojo para siempre».
«Porque yo le mentí».
«Te mandó a ese desván, aun sabiendo el
miedo que te daba la oscuridad».
«También me contaba historias
fascinantes, como las del rey Arturo y Merlín, o las de Beedle el Bardo».
Y así, discutiendo consigo mismo, podía pasarse horas. La
profesora Robinson, que le había dado clases en el colegio muggle, ya había
dicho a Harry y Ginny que su hijo tenía un rico mundo interior y que, aunque
eso era bueno, no debía alejarse demasiado de la realidad. ¿Acaso era lo que
estaba haciendo él en ese momento? ¿No estaba exagerando y dándole un tinte
malintencionado a las bromas que James les gastaba a todo el mundo? ¿No estaba
siendo un repelente, tal y como describían a veces a su tío Percy?
En seguida, y aunque tenía sueño, Albus se apresuró a subir a la
torre de Gryffindor. No tenía mucha idea de donde estaba, pero sí sabía que si
encontraba el cuadro de la señora gorda, encontraría a su hermano. Tuvo suerte
y lo halló antes de lo que creía.
―¡Santo y seña! ―chilló la mujer del retrato.
―Esto… No, yo no quiero entrar. Sólo busco a mi hermano.
―¡O santo y seña o nada! ―repitió ella.
―Que ya te digo que no quiero entrar, estúpida.
―¡Oh! ¡Eres un maleducado! Ahora mismo me voy de aquí para no verte.
―E igual que había hecho Elizabeth Burke, desapareció del lienzo al atravesar
el borde.
―¿Albus?
Era James, que acababa de llegar con dos amigos.
―Menos mal. Quería hablar contigo.
―¿Sobre qué? ―se extrañó, haciéndole un ademán a sus compañeros
para que siguiesen sin él.
―¿Sobre qué va a ser? ―respondió Albus, alterado―. James, no puedo
con esto, es demasiado.
―¿Estar en Slytherin?
Albus asintió. Su hermano no estaba siendo desagradable, pero sí
muy frío.
―Me da pena no estar contigo y con Rose, o con Molly y Victoire; y
eso hace que me enfade pero, cuando me pasa, me acuerdo de cuando me tiraste el
alfil y me alegro de no estar contigo y, entonces, me pongo nervioso porque no
quiero pensar de ese modo y… No sé. Yo no quería estar en Slytherin, no quería ser…
―¿Una rata? ―completó James con una sonrisa en los labios. Albus
cabeceó.
―No era eso lo que iba a decir.
―Albus, no te negaré que estoy decepcionado con que seas de
Slytherin pero, en cierto modo, yo también me siento culpable por cómo pienso
de ti a veces. Sé que me porto mal contigo, no porque no te quiera, sino porque
quiero que seas fuerte…
―Y valiente como un Gryffindor ―terminó su hermano―. Lo siento,
James.
―No pasa nada. Yo sé que podrás ser tan bueno como yo espero que
lo seas, aunque estés en Slytherin. Además, así esa casa tiene a alguien que
vale la pena.
Albus, sin saber por qué, abrazó a su hermano. Necesitaba más que
nunca un poco de cariño y él era lo más parecido a su padre que tenía en ese
momento.
―Siento lo que te hice en el ojo ―dijo James, de pronto―. Pero no
debiste de haberme mentido.
Y su hermano, de nuevo molesto, se retiró.
―Sí que conté las piezas ―insistió él.
―Bueno, como quieras…
Se dirigió hacia el retrato vacío de la señora gorda y, entonces,
Albus le preguntó algo que lo estaba matando por dentro.
―Te decepciona pero, ¿también te molesta que esté en Slytherin?
James se giró, con la sonrisa más ancha aún, y le contestó:
―Creo que, para que madures, no necesitas que te de la respuesta.
Y Albus se lo tomó mal, porque creyó que su hermano sólo se estaba
divirtiendo con otra broma pesada que no llegaba a entender.
«Ya verás lo maduro que puedo llegar a
ser».
Volvía a la sala común cuando, cerca del retrato de Elizabeth
Burke, alguien gritó:
―¡Petrificus totalus!
Los brazos se le pegaron al cuerpo, sus piernas se juntaron, se
balanceó y luego cayó bocabajo, rígido como un tronco. Alguien le dio la
vuelta.
Albus tenía la mandíbula de piedra y no podía hablar. Sólo sus
ojos se movían, mirando horrorizado como dos chicos de Slytherin, mayores a
todas luces, le sonreían con maldad.
―¿Te crees demasiado bueno para estar en nuestra casa, Potter?
―¿Piensas que eres una rosa entre malas hierbas?
Uno de ellos le pegó una patada en el estómago. El otro, un
puñetazo en la boca que le partió el labio.
―¡Idiota! Le vas a dejar marca.
Se fueron corriendo, dejando a Albus paralizado en el suelo, sin
poder mover ni un músculo.
―¿Necesitas ayuda, amigo de los sangre sucia? ―preguntó Elizabeth
Burke.
A Albus le habría gustado decirle que no, pero no podía hablar,
así que tuvo que ver como la bruja volvía a salir del retrato, dejando un
lienzo sucio tras ella. Al poco tiempo, el prefecto que había sido tan
simpático con los nuevos llegaba con una chica que Albus estaba seguro de haber
visto en la Selección.
―Vaya, es Potter ―dijo Bletchley sin mucha sorpresa. Se produjo un
destello de luz roja y el chico recuperó la movilidad.
―Gra-gracias… ―farfulló mientras se limpiaba la sangre de la boca.
―Dáselas a esta niña, ha sido la que ha venido a avisarme de que
estabas aquí.
―Y a ella le ha dado noticia mi persona, que conste, Potter ―dijo
Elizabeth Burke, que llegaba rezongando de vuelta al cuadro―. Espero una
disculpa por tus malos modos de esta mañana.
―Eh, sí… Gracias, Madame Burke ―se vio obligado a decir, sin
ninguna gana.
―Trae, te curaré eso ―se ofreció Bletchley, acercándose con la
varita en alto para parar el sangrado del labio.
―¡No! ―casi gritó Albus―. No es necesario, gracias. De mi tío Bill
he aprendido que las cicatrices nos recuerdan nuestros errores.
El prefecto, casi ofendido, gruñó algo parecido a un «adiós» antes de irse camino a la sala común. Albus se quedó a solas con
la niña desconocida; una chica pálida y enclenque, de facciones afiladas y una
larga y oscura melena.
―¿Estás bien? ―dijo ella.
―S-sí… Aunque he estado mejor.
―Esa mujer del retrato me vio en las escaleras y me dijo que un
Slytherin maleducado había sido atacado. Fue una suerte encontrar a Bletchley
aun en el comedor.
―Sí, una suerte ―repitió Albus, sin prestarle mucha atención.
―No te preocupes.
―¿Perdona? ―Aquello lo pilló desprevenido. No sabía que quería
decir la chica.
―La gente de Slytherin, no acepta a uno hasta que no ven que vale
la pena hacerlo.
―Eso es muy triste.
―Lo es, pero, ¿qué remedio queda?
Albus sonrió. Le caía bien esa niña.
―No voy a hacerme amigo de una gente que sólo me quiere por
interés.
―¿Y qué vas a hacer entonces?
―Mi hermano me tiene dicho que madure, creo que eso, y entonces la
casa Slytherin se enterará de quien es Albus Potter ―le dijo, decidido y sin
vacilar.
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