Llega Halloween a Hogwarts y, con él, el vocalista vampiro Lorcan D'Eath, que amenizará la velada con su tema El Niño Maldito.
El jueves, a las tres y media, Albus y Roland subieron desde las
mazmorras a los jardines con los otros Slytherins para asistir a su primera
clase de vuelo. Seguía nublado y parecía que el tiempo no iba a mejorar, lo que
no dio confianza a ninguno de los chicos.
―¿Crees que el viento se llevará las escobas? ―preguntó Roland
preocupado.
―Ni idea. He volado pocas veces porque… Bueno, me dan miedo las
alturas ―le confesó Albus, algo avergonzado.
―Tranquilo, ya habrás volado más veces que yo.
Cuando llegaron a la zona elegida para la clase, vieron que los de
Gryffindor ya estaban allí. Albus y Roland se pusieron junto a Rose, Scorpius y
la chica morena que ya habían visto alguna vez y que se presentó como Mary
Fronsac. También vieron que había veinte escobas en el suelo, puestas al lado
de cada estudiante.
―¿Nerviosa, Rose? ―le preguntó Albus a su prima.
―Qué va, yo vuelo mejor que tú ―respondió ella muy segura de sí
misma.
Madame Hooch no tardó en llegar. Era una anciana (a Albus le
sorprendió que alguien tan mayor fuese quien enseñase a volar), tenía el pelo
cano y los ojos amarillos como topacios.
―¡Venga, venga, que no tenemos todo el día! ―bramó―. ¡Extended
vuestra mano derecha sobre la escoba y gritar «arriba»!
La escoba de Albus no se movió en absoluto. La de Roland, igual
que la de Rose, salió disparada hasta sus manos (fueron de los pocos que lo
consiguieron). Las de Scorpius y Mary Fronsac rodaban por el suelo y daban
pequeños saltitos, pero no parecía que fuesen a llegar hasta ellos. Albus
también vio como la de Clea Warbeck, la chica del compartimento de Slughorn,
subía y bajaba sin parar hasta terminar flotando entre su mano y el suelo.
Después, Madame Hooch les explicó cómo montarse sobre la escoba
sin resbalarse hasta la punta. Se tuvo que parar a corregirle la postura a
Albus y a Mary, pero no a Roland, ni a Scorpius ni a Rose. Liam Peakes y
McLaggen también habían conseguido montarse sobre sus escobas. Ivy, en cambio,
estaba pidiendo salir de allí con los ojos.
―¡Ahora daréis una patada en el suelo, os elevaréis un metro o dos
y volveréis a bajar! ¡Lo haréis cuando cuente tres! Preparados… Uno, dos…
¡TRES!
Las escobas se elevaron, pero algunas como la de Albus lo hicieron
más de lo debido, porque éste no sabía cómo controlarla. Fue un absoluto
desastre, aunque Madame Hooch parecía satisfecha. Luego les pidió que se
elevasen más, entre seis y siete metros, así que los estudiantes volvieron a
dar patadas en el suelo.
―¡Eh, idiotas! ―Hal Viridian se acercaba volando con destreza
hacia ellos―. Parecéis dos burros mareados.
Albus se aseguró de que la profesora estuviese pendiente de otros
alumnos antes de contestarle.
―¿A qué saben las babosas?
―Ten cuidado, Potter, o te tiraré de la escoba.
―Inténtalo ―dijo Roland al punto que se ponía entre Hal y Albus.
Rose, Scorpius y Mary Fronsac los miraban con preocupación (Scorpius hasta con
un poco de temor).
―Tal vez debería de tirarte a ti ―aseveró Viridian con maldad―.
Potter ya se ve que en cualquier momento se abrirá la cabeza contra el suelo,
¿verdad?
Albus intentó ir volando hasta él, pero la escoba bajó un par de
metros.
―¡Eh, Potter! ―gritó Hal―. ¿Qué te parece si te echo una carrera
hasta la torre de Astronomía, eh?
De nuevo, el chico intentó acercarse a él con la escoba, volviendo
a caer más bajo en el intento.
―Patético ―se burló Hal―. ¡Eres patético, Potter!
―¡Se acabó! ―gritó Roland―. ¡Vamos, echemos esa carrera tú y yo!
Hal ya no parecía tan seguro, pero en cuanto vio como Roland se
inclinaba hacia delante y abalanzaba hacia él, decidió imitarlo y los dos
emprendieron camino hacia la torre, subiendo cada vez más y más. Madame Hooch
se dio cuenta de la carrera demasiado tarde. Los llamó con su silbato y a
gritos, y luego cogió su escoba y también salió volando.
Entre los estudiantes la reacción fue dispar. Los de Gryffindor
vitoreaban y animaban a Hal (a excepción de Rose, Scorpius y la propia Mary),
mientras que los de Slytherin no dejaban de gritar «¡Roland, campeón!». Albus,
que para entonces ya estaba con los pies en el suelo, era quien más alto
chillaba para animar a su amigo.
―¡Nunca… En todos mis años en Hogwarts… Ni siquiera cuando
estudiaba y el inútil del profesor Black era director…! ―rezongaba Hooch cuando
volvieron―. ¿A qué esperáis? ¡Bajad todos ahora mismo!
No habían llegado a terminar la carrera porque la profesora los
había interceptado. Sin embargo, estaba claro que Roland llevaba la delantera.
―Se descontarán veinte puntos a Gryffindor y a Slytherin por
vuestra imprudencia y falta de respeto a las normas. ―Todos empezaron a
protestar―. ¡Silencio! Además…
―¡ROLANDA! ¡ROLANDA!
Se giraron para ver quien gritaba. El profesor Slughorn hacía algo
parecido a correr mientras llamaba a la profesora con el brazo en alto.
―¡Por Merlín, Rolanda, por Merlín!
―¿Horace? ―inquirió Madame Hooch aún enfadada―. ¿Qué estás
haciendo aquí?
―Pues iba andando… ¿Cómo si no? Cuando vi al señor Wool y al señor
Viridan en sus escobas y… Madre mía… Ha sido increíble.
―¿Increíble? ―A la profesora no se lo parecía en absoluto.
―No en el señor Viridan, por supuesto, al fin y al cabo su tío
jugó en la selección estadounidense de quidditch. Quien me ha sorprendido es el
señor Wool. Viene del mundo muggle, ¿sabe? Y pondría mi mano en la boca de una
salamandra al afirmar que ha sido su primera vez en escoba, ¿cierto, hijo?
A duras penas, Roland asintió. Estaba tan pálido como el Barón
Sanguinario.
―Rolanda, ¿te importa que me lo lleve un momento? Se me ha
ocurrido una idea fascinante, sí, fascinante. ¿Puedo?
Madame Hooch, que estaba entre confusa y furiosa, asintió de mala
gana.
―Pero que conste que será castigado. Los dos se encargarán de
limpiar los vestuarios del campo de quidditch durante un mes. Así se les
quitarán las ganas de escalar a la torre de Astronomía.
―Por descontado, Rolanda, por descontado ―decía Slughorn mientras
se alejaba con Roland. Iba de lo más contento.
Albus, en cambio, estaba muy preocupado por el destino de su
amigo, aunque también, en el fondo, tenía una gran envidia guardada.
«¿Por qué Roland sabe volar y yo no?».
«Porque no se puede tener todo en esta vida, Al» contestó su voz
interior.
―¡CAZADOR!
Era la hora de la cena y Roland acababa de terminar de contarle a
Albus que Slughorn lo había llevado ante Olmo Skullglow, capitán y buscador del
equipo de quidditch de Slytherin, y luego con el mismísimo director Denbrough.
Al parecer, Slughorn quería que Roland fuese cazador en el equipo de quidditch
porque sus habilidades sobresalientes (o así las llamaba él) con la escoba eran
dignas de saltarse la norma relativa a los de primer año y el deporte mágico.
Tanto Skullglow, que era un chico moreno y cabezón de quinto curso, como
Denbrough se habían mostrado conformes con la inclusión de Roland en la
plantilla.
―Así que ahora tendré que entrenar todos los viernes en la hora
libre. El profesor Slughorn ha dicho que me comprará una escoba, ¿no es
alucinante?
―Sí, claro que sí… ―Albus sonreía pero, por dentro, rabiaba al
recordar cómo a su padre le había sucedido casi lo mismo en su primer año―. Lo
que no entiendo es como sabes volar tan bien.
―Denbrough dijo que es algo instintivo, como ir en bici o en
skate, que por cierto, se me daba muy bien también.
Albus recordó que a él no, de hecho, casi le suspendieron gimnasia
en el colegio muggle. Él no estaba hecho para los deportes, ni le gustaban.
―Me alegro mucho por ti, Roland.
En ese momento se acercó Ivy.
―Felicidades, Roland, me acabo de enterar.
―¿Quién te lo ha dicho?
―Anna Borage, la prefecta, es novia de Skullglow.
―Estas noticias se saben en seguida, Roland ―le dijo Albus―.
Hogwarts es también una escuela de cotillas.
―Eres el jugador más joven en veintiséis años, según Slughorn.
―Y antes ese honor lo tenía mi padre ―comentó Albus, un poco
molesto con el asunto.
―Slughorn dice que Gryffindor lleva tres años seguidos ganando
tanto la copa de quidditch como la de las casas, y que antes ese mérito se lo
llevaba Hufflepuff.
―¿Hufflepuff? ―se extrañó Ivy―. Creía que eran los segundones del
colegio. No sé, la gente siempre dice que es la peor casa y tal.
―Por lo visto tuvieron sus años de gloria hasta que llegó Ariel
Costwold ―explicó Roland.
―¿Y ese quién es? ―preguntó Albus.
―Un chico que el año pasado tiró un grindylow en medio del
comedor. La mitad de puntos que pierde Hufflepuff a lo largo del año se los
quitan a él.
Albus miró hacia la mesa de los tejones. Jamás había oído hablar
de ese tal Costwold, pero seguro que era un gran amigo de James, porque
parecían el tipo de cosas que su hermano haría.
―Pues este año ganará Slytherin las dos copas ―aseguró Ivy,
orgullosa.
―¿Tus padres estuvieron en Slytherin? ―sintió curiosidad Albus.
―Sí, mi padre…
Pero entonces llegó James, como si Albus lo hubiese invocado al
pensar en él.
―Felicidades, Roland. Me acabo de enterar de que eres el nuevo
cazador de Slytherin.
―Gra-gracias, James.
―Te deseo toda la suerte del mundo, aunque estés en esta casa
―dijo al tiempo que le tendía la mano―. Ahora eres menos guay pero no dejas de
serlo.
Confuso, Roland aceptó el gesto de James. Albus no podía sentirse
peor. ¿No le importaba qué un completo extraño fuese a Slytherin y lo trataba
bien, y en cambio a su hermano lo despreciaba hasta el punto de ignorarlo? En
cuanto volvieron a la sala común, Albus hizo que Roland se sentase con él junto
al fuego y le preguntó lo que llevaba rondándole la mente desde que se
conocían: por qué James lo consideraba guay.
―Prométeme que no se lo dirás a nadie ―le dijo él angustiado.
―Te lo prometo, pero dilo ya. ―No pudo evitar sonar ansioso.
―Verás, el día que nos conocimos en Sortilegios Weasley, durante
el tiempo que estuve solo después de despedirme de Viridian, me puse a explorar
la tienda. Vi que vendían plumas para escribir y una me llamó la atención
porque era muy bonita, de cisne negro. Costaba demasiado y, ya sabes, no tengo
dinero más que el que Hogwarts prestó al profesor Longbottom para comprarme
material de segunda mano. Así que… La robé.
Albus abrió los ojos asombrado.
―¡¿Qué la robaste?!
Unos estudiantes de quinto chistaron molestos por el grito del
chico.
―Sí, la robé. Y me arrepiento… Bueno, a veces.
―No lo entiendo, ¿dónde queda James en esta historia?
―James me vio cogerla del expositor. Entonces dijo «será nuestro
secreto» y él también cogió una que era de cisne blanco.
―¡¿Qué James también robó?!
―Sé por qué te sorprendes ―continuó Roland antes de que Albus
hiciese más preguntas―. Tu hermano se presentó y entonces me dijo: «para los
magos robar es un delito casi tan grave como matar, por eso son así de
confiados. No creen que nadie nunca les vaya a robar. Y ¿sabes? Creo que soy el
único lo bastante inteligente como para aprovecharme de eso».
Albus se quedó boquiabierto. Jamás se había imaginado que James
fuese así de pragmático.
―¿No se lo dirás a nadie, no?
―No, claro que no ―lo tranquilizó Albus. No podía dejar de pensar
en lo contradictorio del comportamiento de James: le decía a Albus que los de
Slytherin eran lo peor, que todo lo malo lo hacían ellos… Pero luego él era
quien robaba… Y de pronto se dio cuenta de que conocía a James tan poco como
estaba seguro que James lo conocía a él.
Después de las dos primeras semanas de clase, Albus se vio tan
agobiado con los deberes que dejó de tener tiempo para todo lo demás. La
profesora McPhail era bastante dura, y también terca, porque no dejaba de
obligarles a transformar y transformar cerillas en agujas y agujas en cerillas.
Si bien esa parte práctica no presentaba problemas para Albus, si era algo vago
a la hora de estudiarse la teoría, lo que le costaba algunos puntos para
Slytherin cuando la profesora preguntaba. Flitwick les mandó una redacción de
treinta centímetros de pergamino sobre el correcto movimiento de la varita y la
pronunciación de los hechizos; un trabajo que Albus terminó la madrugada antes
del día de entrega. Las clases de Astronomía se revelaron como las más cansadas
del horario (más aún que Herbología). La primera noche que subieron con la profesora
Sinistra a la torre más alta del castillo estaban todos muy emocionados, pero
con el paso de los días se dieron cuenta de que una clase que empezaba a
medianoche no era una buena idea si se tenía que madrugar al día siguiente. De
hecho, Albus estaba tan cansado que ya se había dormido durante tres clases de
Historia de la Magia. Y aunque luego intentaba copiar los apuntes de Roland
(inmune al sueño por ser demasiado nervioso), se volvía a dormir.
―No te sientas mal. Yo también me doy un par de cabezadas con
Binns ―le había dicho Ivy con una sonrisa algo perversa.
Para Albus, las dos únicas asignaturas que valían la pena eran
Pociones, en la que apenas tenía que esforzarse, y Defensa Contra las Artes
Oscuras, porque la profesora Ridgebit conseguía contagiarles su entusiasmo y
siempre encontraba el modo de hacer la clase divertida.
Con tanto en lo que pensar, apenas se dio cuenta de que habían
pasado dos meses desde que el sombrero lo mandase a Slytherin, por eso cuando
se levantó la mañana del 31 de octubre se llevó una pequeña sorpresa al
encontrarse un gran panfleto morado en el tablón de anuncios:
BAILE DE MÁSCARAS TERRORÍFICAS¿Dónde? En el Gran Comedor.¿Cuándo? Esta noche, 31 de octubre, Halloween.¿Quién? Todos los alumnos que quieran asistir. Las máscaras se entregarán en el vestíbulo.NO TE PIERDAS EL GRAN BAILE DEL TERROR Y EL CONCIERTO DE LORCAN D’EATH, EL VOCALISTA VAMPIRO.Organiza: prof. H.E.F. Slughorn.
―¿No será un vampiro de verdad, no? ―preguntó Roland algo
acobardado.
―Claro que sí, es bastante famoso. A mi prima Victoire le gusta
mucho.
―¿Pero los vampiros también existen?
―¿Acaso no ves que casi todas las cosas que los muggles creen
fantasía son reales?
―¿Y brillan?
―¿Por qué iban a brillar? ―Aquello sí que extrañó a Albus.
Estuvieron discutiendo sobre cómo son los vampiros y como los
pintaban los muggles en sus historias durante todo el camino a Defensa Contra
las Artes Oscuras. Albus, que no las conocía, encontró el modo en que los
hacían brillar bastante estúpido.
Cuando llegaron, vieron que la profesora Ridgebit había despejado
la clase y los esperaba, varita en ristre, sentada sobre su mesa.
―Estoy muy contenta con cómo habéis llevado el encantamiento
incendio, clase. Por eso, he decidido que es el momento de empezar a practicar
algo más agresivo, por decirlo de algún modo. ¿Podría alguien decirme para qué
sirve el hechizo expelliarmus?
Albus y Macmillan fueron los primeros en levantar la mano. Los dos
se miraron con ferocidad hasta que Ridgebit se decantó por uno:
―A ver, Potter.
―Es un encantamiento de desarme ―dijo de carrerilla―. Sirve para
que tu contrincante en un duelo pierda su varita.
―Muy bien. Cinco puntos para Slytherin. El expelliarmus es de los
hechizos más útiles que aprenderéis nunca, aunque presenta un problema y es
que, en caso de que estéis luchando contra más de una persona, un tercero
podría desarmaros a vosotros, ¿entendéis? Nos dividiremos por parejas y
practicaremos y… Potter, Macmillan ―los llamó―; ya que parecéis saber bien cómo
usar el hechizo, quiero que os pongáis juntos.
La clase entera se llenó de gritos de ¡expelliarmus! Las varitas
volaban por los aires y los hechizos mal ejecutados iban a dar contra las
estanterías, haciendo caer los libros. Macmillan resultó ser un contrincante
duro, pues era rápido de reflejos y no dejaba asueto a Albus a la hora de
embrujarlo.
―¡Expelliarmus! ―gritaban siempre al mismo tiempo. Acabaron
sudados y exhaustos.
―Os habéis ganado esto ―dijo Ridgebit dándoles unas ranas de
chocolate―. Espero que sigáis así y saquéis una E este trimestre.
―Que simpática es, ¿eh? Creo que es la mejor profesora, sin contar
a Flitwick o Slughorn, que hay aquí ahora mismo.
Albus se empezó a reír (le hacía mucha gracia la voz ampulosa de
Macmillan) y tuvo que disimular una tos para no ofender a Erick.
―No esperaba que fueras tan bueno en esto ―le dijo para ver si
podía disculparse con el cumplido.
―Mi padre me ha enseñado mucho en casa. Desde que tengo seis años
ha estado enseñándome hechizos y cosas de aquí, de Hogwarts, siempre dice que
tengo que estar preparado para todo, incluso en Defensa Contra las Artes
Oscuras. No quiere que me pase como a él.
―¿Qué le pasó? ―preguntó Albus sin mucho interés.
―Él vivió El Año Oscuro, sale en Historia de la magia moderna, que
fue cuando el Ministerio de Magia negó el regreso de Tom Ryddle. Dice que no
quiere que me pase algo así.
Albus tragó saliva. En su opinión, no era probable que apareciese
ningún mago oscuro de la nada; y se alegró cuando la profesora Ridgebit dio por
terminada la clase y tuvo que despedirse de Erick.
―¡¿Has visto?! ¡¿HAS VISTO?! ―llegó Roland, emocionado a más no
poder.
―¡¿Qué?!
―¡Le he quitado la varita a Liam y la he cogido al vuelo!
Albus sonrió por protocolo. ¿Por qué él no se alegraba, siendo
como decía la profesora, el mejor de la clase? ¿Por qué no podía tener esa
emoción tan irritable de Roland?
―Me alegro mucho ―le dijo al fin, sin haber escuchado una palabra
sobre cómo había embrujado a Liam.
Los fantasmas se paseaban por el vestíbulo del castillo, esperando
a los alumnos antes de dejarlos pasar al Gran Comedor. En el ambiente flotaba
un delicioso olor a calabaza y McLaggen no dejaba de jurar que iba a acabar con
el bufet él sólo.
―Eso será si Edmund Grubb te deja ―le dijo el prefecto cuando
llegaron a la mesa donde Slughorn repartía las máscaras.
―¿Edmund Grubb? ―preguntaron varios―. ¿Quién es Edmund Grubb?
―¡YO SOY EDMUND GRUBB!
El fantasma de un hombre gordo, con enormes bigotes (más que los
de Slughorn) acababa de salir del comedor.
―¿Usted?
―¡Yo mismo! ―volvió a gritar con su voz, potente y sonora―.
¿Pretendéis ir a comeros el festín, eh? Bueno, eso será si yo lo permito, por
supuesto. A ver, ¿santo y seña?
―¿Desde cuándo hay santo y seña para entrar al Gran Comedor?
―preguntó Albus.
―Siempre lo hubo, hasta que yo lo olvidé y morí de hambre por no
poder entrar al comedor.
―Se lo está inventando ―saltó McLaggen.
―¿Me llamas mentiroso, zagal? Qué poca vergüenza.
―A ver, a ver, profesor Grubb, por favor, deje a los chicos ―dijo
Slughorn poniendo los ojos en blanco―. ¿Por qué no se acerca al retrato de
Damara Dodderidge? Creo que está comiendo con esa anciana que fríe huevos.
De mala gana, el fantasma gordo se marchó, aunque antes atravesó a
Slughorn.
―Albus, muchacho, ¿dónde te has dejado al señor Wool? ―preguntó el
profesor buscando a Roland entre los otros.
―No se encontraba bien. Me parece que le han sentado mal unas
manzanas de caramelo que han llevado a la sala común los prefectos.
―Oh, es una lástima que se pierda la fiesta… ―se lamentaba sin
mucha convicción revolviendo en el cajón de las máscaras―. A ver… Sí, creo que
te quedará bien esta de aquí.
Con una máscara color piel que le hacía parecer descarnado, Albus
entró en el comedor, decorado como nunca para Halloween. Mil murciélagos
aleteaban desde las paredes y el techo como nubes negras, haciendo temblar las
velas de las calabazas. Las mesas de las casas, pegadas a las paredes para
dejar espacio a quienes bailaban, estaban decorados con manteles desgarrados
cosidos con tela de acromántula y, sobre ellas, había fuentes de oro repletas
de chucherías y dulces tentando a los estudiantes. Sin embargo, lo que todo el
mundo esperaba era la aparición de Lorcan D’Eath, el vocalista vampiro, cuyo
escenario ya estaba preparado en el lugar habitual de la mesa de los
profesores.
―Eh, Potter, ¿dónde te has dejado a tu novio?
Albus se giró. Como no, Hal Viridian volvía a intentar burlarse de
él; sólo que esta vez alguien inesperado acudió en auxilio del chico.
―Me tienes un poquito harto, niñato ―dijo James, salido de la
nada, antes de airear su varita y hacer que la cabeza de Hal pareciese una
calabaza como las que adornaban el comedor―. Ala, así estás muchísimo más
guapo.
Hal empezó a gritar pero su voz quedaba ahogada por la calabaza.
Luego salió corriendo a ciegas, aunque por desgracia (para los hermanos Potter)
no se chocó con nada.
―Gracias, James.
―Eh, de nada, Al. ―Y dicho eso se fue, dejando a su hermano con
las ganas de hablar con él.
―Una fiesta genial, ¿eh?
Su prima Rose, Mary Fronsac y Clea Warbeck acababan de llegar; una
con antifaz azul, otra rosa y otra negro.
―Si bueno, no está mal.
―¿No te gusta? ―se extrañó Rose―. Pero, Al, si a ti te gusta
Lorcan D’Eath.
―Me gusta oírlo en casa, no aquí.
Su prima arrugó hasta la nariz ante tal estupidez.
―¡¿Qué más da en casa que aquí?! Albus, a veces tienes muchas
tonterías… ―Y se marchó haciendo los mismos gestos que la tía Hermione a la vez
que lanzaba un «desde luego…».
La verdad era que si eso era una fiesta, a Albus no le gustaba
mucho. Entre todos los alumnos se sentía bastante perdido y solo.
―¿Pasándolo bien, eh? ―Hagrid y su barbudo rostro eran, a pesar de
la máscara de tigre blanco que llevaba, muy reconocibles.
―Es una fiesta un poco…
―¿Pija? ―bromeó él―. Sí, el profesor Slughorn ya las daba así
cuando yo estudiaba. Creo que sé cómo te sientes. A tu padre tampoco le
gustaban mucho las fiestas, para nada; él habría llevado siempre…
Se trabó y se detuvo. Albus le sonrió sin saber que decirle, por
lo que se alegró cuando Lorcan D’Eath se subió al tablado y anunció que se
disponía a cantar su tema más exitoso: El niño maldito.
―Venga, Hogwagts. ¡Tigemos esto abajo! ―dijo con un forzado acento
francés que sonó bastante falso antes de comenzar a cantar:
Ves la luz, abrazas
la oscuridad.
Alma torturada entre
noche y claridad.
Ves el bien, ves el
mal, y entre jirones estás.
Descubre tu verdad
antes de que el alba la apague.
El infierno asciende
sobre mí de nuevo.
Y lo acepto aunque
sea un crimen.
Y aunque mancille la
pureza de mi corazón,
no puedo resistirme a
esta ambigua sensación.
Extinguid la luz,
neófitos,
invocad a las
tinieblas.
Extinguid la luz,
neófitos,
invocad a las
tinieblas.
Almas devastadas,
mi vida se apaga.
Todo por creer en la
fantasía
de poder taimar al
destino.
La magia negra no es
más que eso,
un arma de doble
filo.
Extinguid la luz,
neófitos,
invocad a las
tinieblas.
Extinguid la luz,
neófitos,
invocad a las
tinieblas.
El infierno asciende
sobre mí de nuevo.
Y lo acepto aunque
sea un crimen.
Y aunque mancille la
pureza de mi corazón,
no puedo resistirme a
esta ambigua situación.
Porque yo soy todos y
todos son yo
buscando liberarse,
romper las cadenas
del león ígneo
cuya caída
iluminaremos con nuestra
oscura agonía,
nuestra vergüenza,
una noche en la que
invocaréis a las tinieblas,
neófitos,
vamos a ver la luz
morir.
Y entonces, aunque los aplausos y vítores fuesen ensordecedores,
la explosión que se oyó lo acalló todo.
―¿Qué ha sido eso? ―preguntó un asustado Albus a Hagrid, quien
confuso miraba a todas partes, incluso al techo.
―¡Por las barbas de Merlín! ―gritaba él.
―¿Hagrid, qué…? ―Pero Albus calló. Peeves acababa de entrar en el
comedor y, por primera vez, parecía nervioso (aunque no por ello menos
malicioso).
―¡Muertos, muertos! ¡Muertos en la sala común de Slytherin!
―chilló―. ¡Es cierto, el barón me envía! ¡Hay muertos, MUERTOS!
Y Albus sólo pudo pensar en una cosa: Roland.
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