Con las Navidades, Albus parece olvidar un poco sus problemas, aunque le seguirán acosando las viejas rencillas con su hermano. ¡No te pierdas esta visita de los Potter a los Dursley!
Albus no
podía creerse que ya hubieran pasado tres meses desde que llegase a Hogwarts.
Tan enfrascado estaba con sus nuevos estudios de magia avanzada que, cuando
despertó el día 30 de noviembre y vio todos los regalos al pie de la cama, no
supo si eran para él o para cualquiera de sus compañeros.
―Venga, Al, ábrelos; queremos saber que son ―le dijo un ansioso
McLaggen.
―Este estaba mal envuelto… ―Liam Peakes tenía en sus manos un
juego de gobstones de oro, cortesía del profesor Slughorn.
Albus empezó a abrir el resto. Sus padres le habían regalado un
chivatoscopio; Neville y Hannah, sus padrinos, un pastel de color verde que
olía a estiércol de dragón pero que estaba delicioso; los tíos Ron y Hermione
le mandaban una pluma de águila y un set de artículos de lujo de Sortilegios
Weasley... Pero, lo que más le gustó fue el dibujo encantado de Lily, en el que
salía él hechizando la escoba de James, que caía al suelo, mientras la
pequeñaja reía.
Salvando su doceavo cumpleaños, las últimas semanas antes de Navidad
no se salieron de la más absoluta rutina. Albus estuvo enfrascado en el estudio
del libro de Ridgebit. No recordaba haber tenido entre manos nada más
interesante que Guía taumatúrgica de
nigromancia y se emocionaba con sólo pensar que era capaz de hacer magia no
verbal sin varita. ¿Quién sabía los poderes que tendría en séptimo curso? Había
hecho un par de demostraciones al profesor Slughorn (en privado, por supuesto)
y este no paraba de repetir que acabaría en la estantería. La profesora
Ridgebit, por su parte, le había dado un par de lecciones especiales más, pero
no tan intensas como la primera. Según ella, un poder desmesurado podría llegar
a ser peligroso y aconsejó a Albus que, por nada del mundo, reprimiese su
magia, ya que sería fatal, tanto para él como para sus allegados. Pero el chico
no veía nada de malo en su magia, así que no entendía tantas advertencias por
partes de su profesora.
Para rematar su buena suerte, Slytherin había perdido el partido
de quidditch contra Gryffindor, lo que los excluía de la copa, y tenían a
Roland como el culpable. La amistad entre él y Albus estaba rota del todo y no
se habían vuelto a hablar desde el incidente en las cocinas. Albus pasaba ahora
la mayor parte del tiempo solo, con la guía de Ridgebit, salvo cuando tenía que
hacer los deberes, que consentía la compañía de Ivy.
Pero la Navidad había llegado antes de que se dieran cuenta,
precedida por los temidos parciales, y, con ella, el retorno al hogar. Albus pasaría
las fiestas en La Magriguera, junto a todos los primos Weasley, y tenía muchas
ganas de ponerse al día con Louis.
―Mi madre me ha escrito y me ha dicho que, por una vez, pasaremos
las fiestas en Londres, con mis abuelos muggles ―le decía su prima Rose
mientras buscaban un compartimento vacío en el tren que los llevaba de vuelta a
casa―. Así que no creo que nos veamos en Navidad.
―Nosotros haremos la tradicional visita a Privet Drive ―le dijo
Albus, mirando a través del cristal de un compartimento que parecía vacío salvo
por…
―¿Os apetece algo del carrito, queridos? ¿Empanada de calabaza?
¿Ranas de chocolate? ¿Pasteles de caldero?
Ignorando a la afable anciana que vendía dulces por el expreso de
Hogwarts, Albus entró en el compartimento y sonrió a su único ocupante:
Scorpius Malfoy. Este le devolvió la sonrisa con avidez.
―Hola. ¿Hay sitio…?
―¿Libre? ―cortó Malfoy―. Sí, lo hay. Estoy yo solo.
―Muy bien ―contestó Albus bastante contento―. Pues nos quedamos
aquí… un rato. Si te parece bien, claro…
―Sí, claro. ―Scorpius estaba algo incómodo, pero, también,
bastante ansioso. Miraba de hito en hito a Albus y a Rose, que estaba muda―.
¿Os apetecen unas meigas fritas?
―No, gracias. Acabo de desayunar ―habló Rose al fin.
―También tengo chocoshocks, diablillos de pimienta y babosas de
gelatina. Idea de mamá, que dice que... Ejem ―se aclaró la garganta y
canturreó―: las golosinas siempre te ayudan a hacer amigos―. El pálido rostro
de Scorpius se tiñó colorado; cantar había sido un error―. Lo siento. Una idea
estúpida, supongo.
―No te preocupes, yo me muero de hambre ―dijo Albus poniéndose ya
cómodo frente a Scorpius.
―Malfoy, no te lo tomes a mal ―comenzó Rose―, pero llevo
vigilándote todo el trimestre, dejándome la piel en que no te hicieran nada los
otros de Gryffindor. Me merezco unas
vacaciones de ti, así que, hasta enero.
La chica los dejó solos y tanto Albus como Scorpius se miraron,
como si compartieran algo sin decirse nada.
―Gracias ―dijo Malfoy.
―No, no. No me he quedado por ti ―lo corrigió Albus, risueño―. Me
he quedado por tus dulces.
―No sabes qué mal genio tiene tu prima. Cada vez que me sacaba las
castañas del fuego era más feroz conmigo que con los otros.
―Ya, ya. Lo siento.
―No… Bueno… No tienes que sentirlo, supongo… ―Volvieron a quedarse
mirando―. Oye, todavía no sé cómo prefieres que te llamen, ¿Albus o Al?
Albus se quedó pensativo, mirando a Scorpius, que se comía un
diablillo de pimienta.
―Albus ―dijo al fin.
―Gracias por quedarte por mis golosinas, Albus ―rio Malfoy
mientras cerraba los ojos con fuerza y echaba humo por las orejas, efecto de
los diablillos.
El viaje fue estupendo para Albus, que se preguntaba por qué no
había tratado más a Scorpius en Hogwarts.
Estabas tan ocupado compadeciéndote de ti mismo...
Pero Scorpius parecía haber estado haciendo lo mismo que él, pues
le contó lo que había llegado a detestar el colegio.
―Si no llega a ser por la biblioteca, mi refugio, habría hecho las
maletas la primera semana. ¿Has leído Historia
de Hogwarts?
―¿Y tú has leído Anatomía
del trol, para mamporrearlos a todos? ―preguntó Albus igual de emocionado.
Encaminaron la conversación a los libros que habían leído y que,
por lo general, los distraían de los verdaderos deberes, aunque Scorpius había
conseguido ser el primero en Transformaciones.
―De verdad, Scor, ¿por qué no hemos coincidido más veces?
―Bueno, nos vimos aquel triste día en el lago.
―Ya, pero, no sé, era todo mucho más…
―¿Depresivo? Supongo que debíamos buscar nuestro lugar antes de
poder moverlos juntos, ¿no?
―¿Esa frase es tuya?
―Adalbert Waffling, Teoría
mágica, capítulo noveno: Medir la magia ―contestó Malfoy desternillándose.
…
La mañana de Nochebuena llegaron los Delacour junto a Bill, Fleur
y Louis, el primo con el que Albus mejor se llevaba. Mejor que con Rose,
incluso.
Louis era la viva imagen de su madre, Fleur; un chico alto y
esbelto de cabellos rubios (encrespados mediante un hechizo de glamour) y ojos
azules tan profundos como el mar. Además, irradiaba un resplandor plateado que
se potenciaba cuando estaba con su madre o con su abuela. Era, sin duda, el que
más sangre de veela tenía de sus hermanos. Cualquiera pensaría que se había
quedado la parte de Dominique, que era una joven que casi nunca destacaba ni se
hacía oír (según había oído Albus a su abuelo Arthur, parecía que la chica no
estaba llevando muy bien su TIMO de Encantamientos y Flitwcick le estaba dando
clases de repaso).
―¿Pero en serio puedes hacer magia sin varita?
―Si me lo preguntas una vez más te meto esta piña por… ―lo amenazó
Albus.
Estaban solos junto al fregadero de la cocina de La Madriguera
limpiando una montaña de piñas para la abuela Molly. Tras la ventana que tenían
delante caía una intensa nevada.
―En serio, Albus, es lo más super
que he escuchado nunca. ―Louis adoraba usar palabras francesas, por tontas que
pudieran sonar.
―Tampoco exageres, cara bonita ―rio su primo.
―Me alegro de verte así de contento ―dijo Louis rebanando una
piña―. La última vez que te vi, bueno, estabas bastante alicaído.
―Ya, bueno, tiempos difíciles, ya sabes. Nunca ha sido sencillo
ser el hijo de Harry Potter.
―Pero parece que empiezas a aceptarlo.
―Parece, sí.
―Y dime, ¿es Hogwarts tan increíble como lo pintan?
―¿Y Beauxbatons?
―No está mal. Aunque, cuando uno vive allí, se olvida de lo bonito
que es. Supongo que cuando conviertes lo extraordinario en costumbre… Pues…
Eso.
―Qué mal hablas, Louis.
―Estoy acostumbrado a hablar en francés. Se me olvida nuestra
lengua. Y, para que te enteres, una vez al mes tenemos clase de retórica. En
Beauxbatons los brujos deben saber hablar y debatir.
Siguieron con las piñas. Afuera, James y Lily jugaban con Lucy y
Molly a una pelea de bolas de nieve dirigidas, vigilados de cerca por los
abuelos Weasley y los abuelos Delacour, que tomaban el aire al calor del fuego
encantado. James y Albus cruzaron sus miradas un instante y el gesto del último
se ensombreció. A Louis no se le escapó esto y no dudó en interrogar a su
primo.
―¿Me puedes guardar un secreto? ―le susurró este.
―¿Qué te pasa, Albus?
―Me siento un poco… No sé… Desbordado. Desde que vine a La
Madriguera no dejo de ver tíos y primos pasar, todos preguntándome lo mismo,
hablándome como si fueran… Como si fueran seres queridos.
―¿Albus? ―Louis no cabía en sí de la sorpresa. ¿Acaso no eran sus
seres queridos?
―No me malinterpretes. A lo que me refiero es a que, no sé, ¿qué
tengo que hablar yo con la tía Audrey? Siento que no tengo la palabra o el
gesto que ellos esperan de mí.
―Y no tienes por qué tenerlo. No debes sentirte mal.
―Es que no quiero decepcionarles.
―Les decepcionarías si les mintieses ―aclaró Louis―. No debes
forzar algo que no sientes. Pídeles paciencia; todos lo entenderán. Tú también
eres parte de esta gran familia.
―Eso quisiera yo, pero, de momento, sólo me siento cómodo con mis
padres y con Rose y Lily. ―En cuanto vio a su primo reírse se corrigió―: Louis,
contigo también, claro. Que aquí estoy; contándote mis problemas.
―¿Qué problemas, hijo? ¿Está todo bien?
Harry Potter acababa de entrar en la cocina, arreglado para lo que
se avecinaba: la merienda de Nochebuena con los Dursley. Ginny, que lo seguía,
iba también muy guapa.
―Nada, papá ―se apresuró a decir Albus, que soltó las piñas y
corrió a abrazar a su padre―. Está todo bien, ahora que estás aquí está todo
bien.
Pero Harry, cauto, intercambió una mirada cómplice con Louis,
quien, haciendo gala a un honor de confesor que él mismo se había atribuido, se
hizo el loco y volvió a las piñas mientras tarareaba Caresse sur la sorcière.
―Louis, Albus, queridos ―dijo la abuela Molly, que acababa de
llegar para dar el aprobado a las piñas que habían estado limpiando―. Teddy
llegará esta noche, así que dormiréis con él y con James en el desván, ¿vale?
―D'accord, pas de
soucis ―canturreó Louis. Albus se acordó de
Scorpius Malfoy.
―Harry, tú y Ginny tendréis que dormir con Lily, lo siento, pero
tenemos que instalar también a los Delacour y a Bill, Fleur, Dominique y
Victoire. Percy y Audrey dormirán con las niñas también y…
―No te preocupes mamá ―dijo Ginny―. Ni que fuera la primera
Navidad que tenemos que apretujarnos.
―En fin, esto… ―Harry estaba algo nervioso y Albus sabía por qué:
su padre siempre estaba igual cuando tenían que ir a Privet Drive―. ¿Nos
ponemos en marcha? A tía Petunia no le gusta esperar.
Viajaron mediante polvos flu, así que, cuando el remolino propio
del viaje cesó, los cinco Potter se encontraron en el inmaculado salón del
número 4 de Privet Drive. Cara a cara con los cinco Dursleys.
―Bienvenidos ―saludó Dudley, como si aquello fuera lo más normal
del mundo, antes de estrechar la mano de su primo y de Ginny.
―Os estábamos esperando ―dijo Mary, la esposa de Dudley, que se
erguía junto a tía Petunia, que estaba más vieja que nunca. Ambas daban la
imagen de nuera y suegra ideal; de anfitrionas perfectas.
La casa no había cambiado desde que Albus tenía memoria y, según
le dijo su padre entonces, tampoco desde que él vivía allí. Parecía que tanto
muggles como brujos tenían un gusto desmedido por lo imperecedero, aunque, como
todos sabían, todo tenía fin. Esa fue una charla muy interesante que tuvo con
su padre cuando tenía siete años y el padre del primo Dudley, el tío abuelo
Vernon, murió. Hasta entonces, ningún familiar de Albus había muerto; de hecho,
no llegaba a considerar a Vernon Dursley como un familiar, pues sólo lo veía en
Nochebuena, pero su padre se empeñó en hablar con él sobre perder, encontrar y
abrirse al cierre.
―Y dime, Harry, ¿cómo te va a ti en el trabajo? ―preguntó Dudley,
que acababa de aburrirlos a todo con una retahíla de marcas de taladros (Dudley
era director de Grunnings, como lo había sido su padre durante media vida).
―Bien, ya sabes que soy una especie de jefe de policía secreta
―contestó Harry antes de dar pie a un silencio tenso y sepulcral. Pues, pese a
que Mary era encantadora, ninguna de las mujeres se atrevía a decir una
palabra. Esa tradición era cosa de Harry y Dudley.
Mientras, James, Albus y Lily jugaban arriba con sus primos, Joe y
Rose (a Albus le hacía mucha gracia que compartiese nombre con su otra prima).
Ambos eran la viva imagen de sus abuelos paternos, aunque eran mucho más
agradables, y tenían las edades de James y Lily.
Por supuesto, James se saltó la prohibición de hacer magia fuera
de la escuela e hizo una exhibición de hechicería a sus primos, que aplaudieron
(algo desconfiados) los trucos que este repetía y repetía hasta la saciedad. Ir
a casa de los Dursley era lo más aburrido del mundo y Albus no soportaba estar
allí sentado sin hacer nada, viéndose de nuevo a la sombra de James, el
preferido de todos, como siempre.
Harto de las risitas nerviosas de Joe y Rose, Albus salió del
cuarto y bajó con sus padres, pero, cuando llegó al salón vio para su horror
que allí sólo estaba la tía abuela Petunia.
―Ho-hola ―saludó a duras penas.
―Hola ―respondió ella. Estaba como distraída.
―¿Cómo estás?
―Bien.
A Albus aquello le parecía una conversación de besugos.
―¿Y mis padres?
―En el jardín. Han ido a talar un árbol.
―¿A talar un árbol?
―Sí.
Se produjo un silencio incómodo. Albus no sabía qué decirle a
aquella anciana que parecía muy derrotada. Cuando era más pequeño, recordaba
que la tía Petunia siempre iba muy elegante, con un collar de perlas, y que se
estiraba mucho al lado de su madre, como mirándola por encima del hombro. Sin
embargo, ahora la veía canosa, vestida de negro y sin maquillar.
―Tía Petunia. ―Al oír su nombre, la mujer miró a su sobrino a los
ojos por primera vez. Fue una mirada larga y profunda. Estaba pasando algo que
a Albus se le escapaba.
―Ven. Acércate, por favor.
Albus obedeció extrañado. Tía Petunia le tocó la cara y volvió a
mirarle a los ojos. Albus pudo ver cómo los suyos se llenaban de lágrimas.
―¿Tía Petunia?
―¿Sí?
―¿Estás bien?
Ella sonrió e hipó. Albus estaba empezando a asustarse.
―Te pareces a tu abuela ―le dijo―. A mi hermana.
―Ya, ya sé que tengo sus ojos.
―No. No me refería sólo a eso. Tu padre también tiene sus ojos,
pero no se parece en nada a ella. Tú en cambio… Veo tanto de ella en ti. De
ella y… Y de mí.
―¿De ti?
Tía Petunia se sirvió un poco del vino que habían estado tomado
Dudley y Harry.
―Yo la quería mucho. Muchísimo. Pero cometí errores. Estaba a su
sombra y me ensombrecí.
Ahora entendía. Tía Petunia era él y la abuela Lily era James.
―A veces creo que James me hace sombra, sí.
―No hagas como yo, A-Albus ―tembló al pronunciar su nombre; sin
duda evocó a Albus Dumbledore―. No te quedes en la sombra. Las flores no florecen
si no están en la luz.
Tía Petunia volvió a mirar a Albus a los ojos y, aunque sólo
gesticuló con los labios, el chico estaba seguro de que la anciana había dicho
«te quiero» a su difunta hermana. Luego se levantó, besó una foto del que fue
su marido y marchó al encuentro de los demás al jardín mientras hablaba sola:
―Oh, Vernon, si levantaras la cabeza…
Dios, que bonito!!
ResponderEliminarOh, muchas gracias *.* La verdad es que, aunque no comprendo como Petunia pudo ser tan mala con Harry, es un personaje que me da mucha lástima.
EliminarHe estado fuera un tiempo, pero ya tengo preparados los próximos capítulos :)