El invierno se cierne sobre Hogwarts, pero los habitantes del castillo no tienen otra cosa en la cabeza que el primer partido de quidditch: Gryffindor contra Slytherin. Claro que Albus Potter tendrá asuntos más importantes que atender...
Albus no
sabía por qué, pero estaba de muy mal humor. Se levantó temprano, harto de
darle vueltas a la pesadilla con su padre, y salió rumbo a la cabaña de Hagrid.
«Tú, ¿hijo mío?». Aquellas palabras reverberaban en su cabeza de
un modo enfermizo. ¿Qué había querido decir toda esa locura?
Cuando ya llegaba a la morada del guardabosques, se topó con un
chico rubio y pálido.
―Buenos días ―dijo Scorpius.
―Hola. ¿A dónde vas?
―Estaba buscando ratas para sacarles el bazo, para Pociones.
―¿Por qué no me acompañas a ver a Hagrid? Él seguro que tiene.
―B-bueno, vale… ―Malfoy parecía dudoso. Albus creía saber la
causa.
―Mi padre me ha contado algunas cosas que le pasaron con el tuyo
en Hogwarts ―le dijo―. Algo sobre un hipogrifo…
―A mi padre no le gusta hablar de Hogwarts ―se lamentó Scorpius.
―Ah…
Llegaron en silencio hasta la cabaña y la barbuda cara de Hagrid
los recibió (se mostró algo desconfiado con Scorpius). Una vez dentro los
invitó a té y pastas, un desayuno duro de sabor.
―¿Y habéis visto un fantasma o estáis así por el frío?
―Bueno, yo venía a hablar contigo sobre… Sobre un sueño que he
tenido.
―¿Un sueño? ―Hagrid lo miró extrañado―. ¿Qué sueño?
Albus se giró hacia Scorpius, ¿por qué lo habría invitado?
―Y él necesita bazo de rata ―resolvió decir para salir del paso―.
Para Pociones.
―Creo que tengo en la despensa, esperad.
Mientras revolvía en los armarios, Scorpius se acercó a Albus y le
susurró:
―¿Qué has soñado?
―Pues… ―No quería decírselo, pero no quería ser borde.
―¡Aquí está! ―Hagrid lo salvó como una oportuna campana―. Ten,
Malfoy… ―Y pareció que al decir su nombre tuviera un escalofrío―. Ahora dime,
Al, ¿qué has soñado?
―No lo recuerdo muy bien ―mintió―; era algo que me daba miedo, sí,
porque recuerdo la sensación. Creo que estaba en peligro, o mi padre, no sé…
Entonces… Bueno, no me acuerdo, pero más o menos era algo así.
Sintiéndose tonto y con las orejas coloradas, Albus agachó la
cabeza. Scorpius y Hagrid intercambiaron sendas miradas cómplices y luego el
chico se despidió sin más (aunque le guiñó un ojo al guardabosques).
―Ahora que Malfoy se ha ido, ¿me dirás de qué iba el sueño?
―Mi padre me dejaba caer al vacío. Y lo hacía porque yo los había
decepcionado a todos, Hagrid ―saltó de carrerilla―. Y sé que es una tontería,
que solo es un sueño, pero me da miedo. Cada día siento como que estoy a
prueba, como que tengo mil ojos sobre mí, y tengo miedo de no dar todo lo que
puedo porque me parece que será siempre menos de lo que esperan…
―O sea, lo mismo de siempre… ―dijo Hagrid cabeceando, quitándole
importancia al asunto.
Ofendido, Albus endureció el rostro y se quedó con la mirada
perdida en el roído suelo de madera.
―Sí, lo mismo de siempre ―susurró apretando los dientes…
…
El día del primer partido de quidditch, Hogwarts amaneció en medio
de un temporal. Los estudiantes de Ravenclaw y Gryffindor, que dormían en las
torres más altas, oían los embates del viento contra los muros del castillo y
el crujir de los árboles del bosque prohibido. Aunque ninguno se preocupaba.
Los partidos de quidditch no se suspendían por tonterías como una tormenta, por
muy fiera que esta pareciese.
Cuando Albus bajó al comedor esa mañana, se encontró con todos sus
compañeros comentando emocionados lo que esperaban del juego, lo que no le
ayudó a entablar conversación. Él no soportaba el quidditch; le aburría de
forma soberana.
―De verdad, primo, que no me puedo creer que no te guste el
quidditch ―le dijo Rose.
―Pues eso mismo me pasa a mí con el resto del mundo ―respondió el
chico un tanto harto, pues era la enésima persona que le venía con la
cantinela.
Para Albus, Rose había cambiado mucho desde su llegada a Hogwarts.
La veía más lanzada, siempre encabezando a las chicas de su curso y defendiendo
a los demás (sobre todo a Scorpius). Él, en cambio, parecía volverse más pequeño
cada día, dejarse llevar por la corriente del nombre de Harry Potter…
―Albus, cállate y deja de pensar tonterías ―dijo una voz en su
cabeza.
Miró al extremo de la mesa, donde Roland brindaba con Skullglow
por la suerte del partido…
Luego hacia donde se sentaban los de Gryffindor. Allí, James hacía
lo propio con su séquito.
Y, al final, miró a ambos lados de su asiento.
Estaba solo.
―¡CUIDADO!
El grito del que tenía sentado en frente lo sacó del
ensimismamiento tortuoso donde se cobijaba.
―¡¿Qué?!
―¡¿No ves lo que haces?!
Confuso, siguió la mirada del chico. Su copa con agua se había
llenado sola hasta desbordarse y empaparlo.
―Lo siento… No me… No me he dado cuenta ―se disculpó, aun sin
saber lo que había pasado.
Le llegaron las risas de los jugadores de quidditch y eso le bastó
para enfadarse y cogerles ojeriza a todos. Así que se levantó y se fue. No
pensaba ir al partido a pasar frío.
―¡Apartad o morid! ―gritaba el Barón Sanguinario cuando se lo
cruzó en las mazmorras.
―Como si pudieras matarme…
El Barón atravesó a Albus y este sintió como si le tirasen un
balde de agua helada.
―¿Te pasa algo? ―preguntó Elizabeth Burke desde su lienzo.
―Cállate…
Y al girar la esquina se chocó con alguien salido de la nada.
―¡¿Y AHORA QUÉ?! ―gritó el chico.
―¿Potter?
Era la profesora Ridgebit, que se ajustaba de nuevo el sombrero de
hongo. Iba vestida con los colores de Hufflepuff pero, ¿qué hacía en las
mazmorras?
―Profesora ―bufó Albus.
―¿No crees que deberías disculparte?
―Me disculpo.
Ridgebit rio. Albus no entendía muy bien qué le hacía tanta
gracia.
―¿Te pasa algo? ―le preguntó la profesora―. ¿Estás disgustado por
tu nota en el último examen?
―Lo que me pasa no tiene nada que ver con las notas.
―Albus, ¿estás bien? ―volvió a insistir Ridgebit.
―Muy bien ―. Ya no la soportaba más.
―Pues perdona, pero no tienes buena cara.
―¡¿Cómo dice?!
―¿Por qué no me cuentas qué te perturba?
―No quiero decirle nada a usted.
―Soy tu profesora. Anda, dime qué te pasa.
―¡Nada! ―Albus respiró hondo. Se acababa de levantar pero, por
Merlín, que cansado estaba―. No siento nada. Eso es lo que me pasa. ¿Contenta?
La sonrisa de la profesora se ensanchó aún más.
―Sé que tienes tu carácter, lo que no sé es si tú sabes que…
―Albus enarcó una ceja ante los rodeos de la profesora―. Ser un chico duro
puede dejarte así.
―¿Cómo así?
―Solo y vacío. Albus, sé que estás insatisfecho.
―¡No estoy insatisfecho! ¡Me encanta mi vida! ―Le costaba tragarse
eso.
―¿Y de qué te sirve si estás siempre solo?
Alterado, Albus miró a los ojos de aquella mujer. Estaba negro de
ira pero aún era consciente de que hablaba con una profesora.
Entonces, las antorchas cercanas ardieron hasta consumirse, todo
en una fracción de segundo.
―Maravilloso.
―¿Cómo dice? ―La rabia del joven daba paso a la confusión.
―Me recuerdas tanto a mí de niña, Potter… Verás, yo también tuve
el peso de un apellido cuando vine a Hogwarts. ¿Te suena el nombre de Harvey
Ridgebit?
Claro que le sonaba, su tío Charlie trabajaba en una reserva con su
nombre; había sido dragonolista.
―Veo tu potencial, Albus ―dijo, llamándolo por primera vez por su
nombre―. Si quisieras aprender un poco de magia, de verdadera magia…
―¿Verdadera magia? ―¿A qué se refería con eso?
―Pasé muchos años en África. Allí la magia es diferente, no
requiere de varitas, lo cual vuelve a los brujos que allí moran mucho más
poderosos que los demás.
―¿Y usted sabe hacer esa magia?
Por toda respuesta, Ridgebit levantó la palma de la mano derecha y
encendió de nuevo todas las antorchas.
―Como ya te digo, yo podría enseñarte.
―¿Ahora mismo?
Por un momento, Albus habría jurado que Ridgebit se sorprendía,
pero, en seguida, esta volvió a sonreír.
―Ven conmigo.
El colegio estaba vacío. Nadie se había querido perder el partido
de quidditch. Albus no podía dejar de darle vueltas a la suerte que estaba
teniendo. Ridgebit iba a enseñarle una magia especial, muy avanzada; iba a
encontrar su fortaleza, al fin.
Fueron hasta el despacho de la profesora y al muchacho casi le da
un vuelco al corazón al ver que el suelo no era más que tierra.
―Es un encantamiento de ilusión, para que parezca que estoy en la
naturaleza, rodeada de vida ―explicó ella.
En seguida pudo darse cuenta de que había varias plantas y
esquemas de las mismas por todas partes. Una enredadera, verde y frondosa,
crecía tras la mesa, donde había tarros llenos de…
―Son órganos de dragones. Eso de ahí es un trozo de pulmón.
A Albus le dio escalofríos mirar aquello.
―¿Usted ha hecho esto alguna vez?
―¿Dar este tipo de lecciones? No. ―Y volvió a sonreír―. Por eso,
espero que guardes el secreto, Albus.
―¿Y cómo empezamos? ¿Saco mi varita?
―No. Escúchame; la magia no es sobre lo que ves, estriba en lo que
sientes en tu interior. Habrás de ahondar en él si quieres superar la prueba
que te voy a hacer.
Le dio un trapo y le indicó que se vendase los ojos.
―¿Qué tengo que hacer? ―preguntó ya a ciegas.
―Seguir tu instinto. Verás, la magia fluye de la emoción: cuanto
más intensos sean nuestros sentimientos, mayor será nuestro poder. Por eso
muchas veces se te escapa de las manos.
―Pero yo ya sabía eso. Hace mucho tiempo que sé que, cuando pienso
en un momento amargo, cuando estoy enfadado, es cuando se aviva mi magia.
―Chico listo. Entonces… Encuéntrame…
―¿Cómo? ―preguntó Albus alzando las manos.
―Estoy aquí.
―¿Dónde? ―dijo girando sobre sí mismo.
―Cerca… ―la voz de Ridgebit era como un eco.
―No…
―No muy cerca…
―No muy cerca ―repitió Albus.
―Empieza a sentirlo. La frustración, la rabia que azuza el poder…
Busca esos momentos negros en tu vida.
―Como cuando mi hermano le regaló una snitch al primo Hugo… O
cuando me empujó en aquella playa en Galway…
―Caliente, caliente.
―Cuando el sombrero me puso en Slytherin… Cuando James me llama
rata todo el tiempo… ―enumeraba mientras, con las manos, atrapaba el aire.
―¡Ya casi lo tienes! ―Albus oyó a la profesora como si hablara en
su oído.
―¡Cuando James me mandó al desván! ¡El miedo que pasé allí! ¡El
golpe en el ojo! ¡MI OJO MALO! ¡LA SANGRE QUE LLORO!
Y sintió como apresaba algo: el brazo de Ridgebit.
―Y así, Albus, es como se obra la magia. La siento en tus uñas.
―Perdón… ―dijo apresurándose en soltarla.
―Has perdido el control. Necesitas un momento de felicidad que
impere sobre la ira. Que la oscuridad no sea más que una sombra en la luz.
―¡Mi padre! Cuando mi padre me consuela, cuando me escucha y me
entiende. No hago más que contar los días para volver a casa, a estar con él.
―Muy bien.
―Pero, profesora Ridgebit, ¿cómo podría llevar esto que hemos
hecho a la práctica? Quiero decir, ¿he hecho magia al encontrarla? ―Albus no
terminaba de entender esa lección especial.
―¿Conoces el encantamiento levitador? Pues, sin varita, trata de
emplearlo en ese frasco, el del pulmón.
Albus miró aquella cosa tan repugnante. Con una varita sólo habría
tenido que agitar y golpear mientras decía wingardium leviosa. No muy
convencido, hizo el movimiento con la mano y pensó en el conjuro y el objeto
sobre el aire.
Se tambaleó un poco.
Volvió a intentarlo.
Ni se inmutó.
―Albus, se te olvida algo ―dijo Ridgebit.
Y entonces aderezó su concentración con el rencor hacia James y el
amor hacia su padre.
Y el frasco comenzó a levitar.
―¡Mire, profesora, mire!
Pero Ridgebit ya no sonreía. Estaba blanca como la cera y miraba
el tarro con pavor.
―¿Profesora? ―Albus se desconcentró y la falsa tierra acabó llena
de cristales, líquido preservador y trozos de pulmón.
―Cuando te decía que olvidabas algo, me refería al conjuro, al
wingardium leviosa. Pero… Pero no has necesitado siquiera pronunciarlo.
―¿Cómo?
―Has hecho magia no verbal, Albus, lo cual es muy complicado para
un simple alumno de primero como tú.
―No es la primera vez que lo hago ―dijo el chico orgulloso de sí
mismo.
―Pues no sé qué pensar. ―La profesora empezaba a mostrarse
esquiva. Se sentó en su silla, mareada―. Albus, hay un sentimiento… Hay algo
que, podríamos decir, afecta a la magia, pero, por muchos estudios que se
hacen, nunca se descubre cómo. Te hablo del miedo.
―¿El miedo?
Ridgebit hizo aparecer una tetera y dos tazas para servirle té.
―Si sientes miedo por algo, Albus, conviene confesarlo.
―No tengo miedo de nada ―aseveró el chico con total seguridad.
―¿De veras? Las emociones reprimidas pueden alterar la magia.
―Totalmente.
La profesora se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa mucho
más ancha que las anteriores. Albus se preguntó si no le dolerían las comisuras
por estar siempre así de contenta.
―Pues brindo por ello ―dijo alzando su taza―. Por ti, Albus
Potter, y por las inefables proezas de las que serás capaz.
Algo incómodo, Albus bebió su té. Estuvo un rato más charlando con
Ridgebit, que le prestó un libro llamado Guía taumatúrgica de nigromancia,
hasta que vieron por la ventana que el partido de quidditch había terminado.
―Será mejor que te marches, Albus, y estudia mucho.
―Está bien. Muchas gracias por todo, profesora.
Mientras se dirigía a la sala común, en el pasillo del cuarto
piso, vio a Rose y a Mary Fronsac, que corrían en dirección a la enfermería.
¿Ya había terminado el partido?
―¡Eh! ―los llamó―. ¿Qué pasa?
―A Roland le ha caído un rayo ―dijo Mary.
―Y no pudo aguantarse en la escoba ―completó Rose.
―¿Está bien? ―preguntó Albus demasiado tranquilo.
―El profesor Denbrough quiso parar el golpe, pero todo fue muy
rápido. ―Rose lo miraba extrañada, seguro que le iba a preguntar por su
ausencia en el partido.
―Vamos a verlo para enterarnos bien, aunque no creo que Madame
Longbottom nos deje pasar.
―¿Y tú por qué no has ido al partido, Al? ―Si es que conocía a su
prima más que nadie.
―Si os dejan entrar, dadle ánimos de mi parte. ¡Adiós! ―se
escaqueó.
Antes de que Rose pudiese decirle algo más, echó a correr por el
pasillo, agarrando el colgante para que no le rebotase contra el pecho.
―Justicia ―susurró una voz en su cabeza.
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